11 jul 2013

Viaje a Nebraska II - parte 1

Me despegué de la cama, como el molusco de una almeja, entumecido pero sin problemas de motricidad, sin compresión encefálica. Solo Ann estaba en la casa, de pie en su nicho de trabajo. La madre de Jessica, como mi madre y ahora yo, tiene problemas cervicales, y su computadora y teléfono están en una mesada bajo la escalera, para que trabaje de pie. Le pregunté si Jessica había llegado a tomar el tren. Sí, Jessica había alcanzado al tren, y ambas ella y su madre (quien me hablaba) creían que tenía que verme un médico. Ya me habían sacado turno para las cinco con un fisioterapeuta "altamente recomendado". Pregunté el costo y Ann, volviendo a su computadora, dijo que no me preocupe.

Camino a la consulta pasamos por Macy's para comprar zapatos, cinturones, camisas, que podían devolverse si no se usaban. Bajo la luz cenital del "mall" explicó que era día de "sidewalk sales" (liquidaciones de vereda) y más tarde teníamos que ir al centro. Buscamos el mostrador de maquillaje, nuestro punto de referencia, y salimos por la doble puerta de control atmosférico al estacionamiento, casi blanco al sol.

Hacia el norte por la ruta 59 cruzamos a la ciudad de Wheaton, cabecera del condado de DuPage. La ruta estaba en obra. Los obreros trabajaban en cuero dentro de un pozo, entre máquinas que levantaban tierra y mezclaba asfalto. Avanzando y frenando detrás de un camión nos acercábamos a una intersección. "No puedo aguantar este tránsito", dijo Ann, y dobló en la esquina. Circulamos entre casas con techos múltiples y jardines verdes. Ann alzó la cabeza, entró a un estacionamiento e hizo varios giros, buscando la dirección correcta.

"Estoy en la calle correcta", dijo. La calle correcta era silenciosa y arbolada, sin edificaciones.

El consultorio del doctor Paul está en el club de golf Cantigny, en el extremo oriental de la Academia. Avanzamos entre parques hacia una casa larga y chata con ventanales blancos y techos de pizarra. Ann estacionó su Saturn beige.

Le dije, "este lugar parece caro".

"Si", respondió, "es un muy buen club". Subiendo la pendiente de asfalto dijo, "creo que es por acá".

Dimos la vuelta al edificio y marchamos por una galeria de portones cerrados. A una distancia miembros e invitados del club practicaban su "drive" tirando pelotitas a un llano verde con islotes de arena. Al final de la galería subimos unos escalones y espiamos en las ventanas. En un cuarto con pelotas de yoga, espejos y colchonetas un hombre de remera azul masajeaba la espalda de otro tendido boca abajo en una camilla.

Una maquina negra con bandejas y fuelles temblaba y ensordecía. Por un tubo rodaban pelotas de golf a una pileta de aluminio. "Creo que por acá podemos pasar", le dije a Ann sobre el ruido, y rodeé la máquina. Detrás del aparato estaba sentado un chico con una gorra del club, ojeando una revista. Pasé en la sombra entre lonas y sillas apiladas. Doblé y tuve enfrente el parque abierto, nítido en el sol.

Detrás de una baranda blanca y los árboles perennes las bolsas de golf seguían a sus propietarios. Estaba en una terraza con mesas y sombrillas. Una madre le hablaba a varias niñas rubias, algunas hijas suyas. En una silla de hierro una chica con el pelo castaño atado tenía un libro abierto sobre los muslos.

Detrás mío pasó Ann diciendo, "acá hay una puerta".

La seguí a un recibidor vidriado. Con una mano sobre el paciente y la otra en alto el doctor nos indicaba que pasáramos al consultorio. Ann se disculpó por llegar dos horas antes, el doctor, rodando un masajeador sobre el paciente, dijo que podía cambiar sus planes y verme en un momento. Ann me dio una tarjeta de crédito y un teléfono celular, dijo que llamase a Bob cuando hubiese terminado y enfiló al estacionamiento.

No había asientos en el recibidor, había palos de golf atravesados en una estructura tubular. Al final de un pasillo, en un salón alfombrado con panorámicas verdes y onduladas, un instructor corregía las posturas de un grupo de chicos de no más de doce años. Busqué la puerta de un baño. Las puertas que encontré tenían carteles de "Privado". Salí a la terraza y me senté a leer el Henry James.

Había sencillamente, (leí en mi Kindle) en otras palabras, vuelto a sumergirme en la compañía especial de Flora y ahí tomado conciencia—¡era casi un lujo!—de que ella podía poner su pequeña deliberada mano directamente en el punto de dolor.

Viendo la hora en el celular, a las tres volví al recibidor. Una mujer hacía malabares con palos de golf, ordenándolos en la estructura de caños negros. Algunos de los palos cayeron sin sonido sobre la alfombra verde palta. Me agaché y le alcancé los palos caídos. "Gracias, que amable", dijo, "acá la gente suele pasar de largo". Los chicos habían terminado su clase y salían a la terraza. Teniéndole la puerta a un compañero más pequeño, uno de los chicos dijo, "necesitamos un hierro nueve".

"¿Anyreis?" El doctor Paul me tendió una mano ancha. El brazo también era ancho, y el resto del cuerpo era grueso y recto, incluso los dientes. Como el padre de Jessica, el doctor tenía pelo blanco, sin hiatos, y sonreía mostrando los dientes.

Me sente a un costado de la camilla y trasmití lo que sabía sobre mi condición. Unos meses atrás un dolor en la lumbar, "acá", dije, tocándome, me impidió erguirme. Me hicieron rayos y resonancias, un especialista puso las imagenes en la caja de luz, dijo, "acá, ¿ves cómo los discos son blancos, ves cómo este está negro? Ese está gastado." Era genético. ¿Agravada por el sedentarismo? Tal vez, seguro. Igual se habría gastado. El especialista recetó relajantes, yoga o pilates, quinesiología. Al volver a casa vi que no sabía qué se había gastado. ¿El hueso, la médula, un tejido? Pensaba consultar otro médico.

El doctor Paul echó una mirada al blister de relajantes, me lo devolvió y dijo, "veamos como está eso".

Me paró frente a una pared de espejo. Se puso detrás mío y marcó con un palo de golf la línea de mis hombros. El palo estaba paralelo a mi cuerpo, pero no al suelo. La cadera también estaba inclinada pero en el sentido opuesto. Del lado izquierdo el hombro empujaba hacia abajo y la cadera hacia arriba, comprimiendo tejidos y huesos. El doctor pasó una mano por la lumbar, dijo, "¿ves acá al costado?", indicando un espejo en la columna. "Vamos a tratar que esto quede menos hundido."

Me tendí en la camilla, boca arriba. Estirando o doblando brazos y piernas practiqué una rutina para los próximos días de viaje. "Cuando el cuerpo se acomode", dijo Paul, "vas a necesitar otros ejercicios." Había un ejercicio más, que debía hacer una vez por día. "Este va a doler y se supone que duela." Hundiendo dos dedos el doctor hizo presión en la cadera izquierda.

"Vas a necesitar un par de pelotas de tennis, que vas a poner acá", dijo el doctor, tocando la lumbar, "y te vas a acostar unos diez minutos encima, con las piernas en alto, en un ángulo de noventa grados." Para este ejercicio el doctor recomendaba un ejercicio de visualización, pensar en una actividad física que uno disfrutase. "¿Cual es tu actividad física preferida?", preguntó.

Respondí, "Es algo íntimo."

El doctor Paul se río y aparecieron los dientes, largos y convexos. Le hablé de una caminata que solía hacer en Buenos Aires. "Eso es bueno, pensá en eso", dijo, y hundió los dedos en la cadera. Por las calles arboladas de Palermo iba al parque Las Heras, que había sido una carcel, a la Biblioteca Nacional, donde había estado el Palacio Unzué, y por los parques en la avenida Libertador llegaba al Centro Cultural en la Recoleta, donde caminaba por los jardines adoquinados y bajo las bóvedas de los franciscanos. El arte en las paredes era a veces bueno, en general malo, pero como el tránsito en las avenidas y las árboles en las calles me nutría de algo que no estaba disponible por otros medios. Ese paseo hacía una o dos veces por semana a los veinte años y no había trazado el trayecto por su sentido histórico. Lo que me atraía era la fuerza proteica de esas mutaciones, que era simultánea en la mente consciente.

Volvimos al espejo, Paul trajo el palo de golf. "¿Ves cómo tu postura cambió?", el buen doctor preguntó. Puso el palo detrás de los hombros y de la cadera, y estaba derecho.

No necesitaba anotar la rutina, me la enviaba esa tarde por correo, ¿podía darle la tarjeta de crédito? Paul se sentó en la computadora, me senté a un costado. Así que, ¿cómo me veía? Tenía que cuidarme, pero no era grave ¿Cuan grave? Con la gente que había pasado por su consultorio, mi caso era leve. ¿En una escala de uno a diez? El doctor diría que mi problema era un dos. "Pero tengo que cuidarme el resto de la vida", dije.

El doctor Paul giró la silla, apartándose de la computadora. "Si", dijo, "así es como es."

En el recibidor, saqué el teléfono y leí un mensaje de Bob. "Ya me vio el médico, yendo a buscarte." Lo vi pasar detrás del mosquitero en la puerta. Salí a la terraza, el padre de Jessica se dio vuelta. "Oh, ey, ¿cómo fue?", me preguntó. Lo mío había ido bien, ¿lo suyo? El también venía del medico, le habían sacado un pelo encarnado del muslo.

"Bueno," dijo Bob, riéndose, "dejame decirte, el médico dijo, para lo que tengo que hacer no necesitás anestesia, y cuando había terminado le dije, doc, tal vez la anestesia no habría sido tan mala idea."

Bajamos por la 59, pasando las obras. El cielo estaba nublado, las máquinas estaban quietas, los obreros se habían ido. Señalé las máquinas y le dije a Bob que había visto obras también el día anterior, en la ruta desde el aeropuerto. "Si, bueno," dijo Bob, "no pueden trabajar en invierno porque la temperatura baja tanto que el asfalato se congela."

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