11 jul 2013

Viaje a Nebraska II - parte 2

En la casa leí y escribí correos comiendo yogur con frambuesas blancas y arándanos frescos. Los ejercicios del doctor Paul habían llegado, también la póliza de seguro para nuestro departamento en Buenos Aires. Unos días antes de viajar habíamos mudado nuestras cajas. Luego encontramos la puerta forzada, sin éxito. La madera en la cerradura estaba quebrada pero la cerradura nueva había aguantado. En ocho meses de refacción las llaves del edificio, de la puerta de calle, habían pasado por demasiadas manos. Agregamos un cerrojo grueso y mi padre ofreció sacar un seguro con su agente. Leí la póliza picando almendras bañadas en chocolate, mini pretzels, castañas de cajú y nueces. La mesada tenía envases y envases de plástico con alimentos que entraban en un puño. Escuché la puerta, Ann y Bob volvían de alquilar el vehículo para el viaje y Ann estaba volviendo a salir. ¿Iba a buscar a Jessica? Y a la biblioteca y las "sidewalk sales", me convenía ir. Había un libro que quería, lo había visto en el aeropuerto pero Jessica había saltado y dicho, "¡compralo en Anderson's!" La librería estaba ahí con los negocios de ropa, dijo Ann, podía pasar a comprar el libro. Le pedí un momento para cambiarme.

Salí del cuarto abotonándome la camisa y encontré a Ann revolviendo y separando cajas detrás del sillón. "Podés llamarlos y encargar el libro," dijo. ¿No estábamos yendo para allá? Si, pero podían no tener el libro. ¿No estaba el lugar a quince minutos, de camino a la estación de tren? Como yo prefiriese hacer, estaba bien. ¿Tenía Ann el número de teléfono? Estaba en Internet.

Llamé a la librería y les pregunté si tenían el último libro de Neil Gaiman, "El Oceano al Final del Camino". Deletreé al teléfono mi apellido en ingles, colgué intentando recordar qué había dictado.

"¿Me tapó Bob la salida del garage?", preguntó Ann. En la entrada de asfalto, a un lado del Hyundai negro de Jessica y el fósil oxidado y azul de la camioneta Volkswagen de Bob había una furgoneta de unos 5 metros de largo, negra y lustrosa con vidrios polarizados. "No, no me bloqueó", dijo Ann, retrocediendo a la puerta del garage. Me senté con cuidado en el Saturn.

"¿Cómo te sentís?", preguntó Ann.

"Mejor", respondí, acomodándome en el asiento, "creo que el doctor ayudó, gracias."

"Buenísimo", dijo Ann, subiendo una octava y dando marcha atrás.

Algunas casas tenían la bandera "Betsy Ross", con un círculo de estrellas en el rectángulo azul, carteles que decían, "Vote la Libertad Religiosa", "Planeamiento Familiar MALO", "Cerco Invisible" con la foto de un labrador. La mayor parte no tenía otros signos que las dos o tres variantes del catálogo arquitectónico. Algunas de estas imágenes las recordaba de forma específica, de mi visita anterior en diciembre y enero. Cruzamos la avenida Chicago y la imagen se expandió con los campos de golf, que al doblar continuaron en los parques del cementerio.

"Espero que Jessica esté ahí", dijo Ann, doblando a la derecha hacia la estación. Bajé del auto y caminé hacia mi novia, de camisa blanca y pantalones negros pinzados. "Tenés buena pinta", me dijo con una sonrisa felina, involucrando a sus labios gruesos y sus ojos asiáticos, a su carácter también. Mi pinta involucraba los zapatos nuevos y una camisa con las mangas enrolladas.

"Estos son unos zapatos finos", le dije, levantando un pie y mirando al suelo.

Se rió y dijo que tenía que usarlos más a menudo. "¿Conseguiste la computadora?", le pregunté. Jess levantó en una mano la mochila, que colgó con el peso de la máquina dentro. Era una laptop "segura" de la CME, la "Chicago Mercantile Exchange", para que Jess trabajase desde los hoteles y cafés en el viaje.

Unas cuadras al sur y al oeste estaba la estructura brutalista de ladrillo y vidrio de la biblioteca. Ann dio un par de vueltas al estacionamiento. "¿Porque no hay lugar?", preguntó Jess, su madre respondió, "sidewalk sales." Salimos del estacionamiento y cruzamos la calle Eagle a un centro comunitario. Jess no sabía que se podía estacionar ahí. Su madre le dijo que se podía después de las seis, detuvo el auto frente a un cartelito en el muro con el horario.

Seguimos a Ann. Desde la calle Eagle la vimos entrar al edificio, unos cien metros adelante. Detrás de los ladrillos, del tránsito en la avenida Jackson y los parques en el río DuPage, el cielo atardecía con una franja rosada bajo una línea de nubes. Al oeste se erguía el híbrido gótico y futurista del Campanario del Milenio con sus 72 campanas coordinadas por una computadora, en ese momento quietas. El clima estaba cálido y húmedo. "Mirá a la parejita", le dije a Jess en el oído. Desde la estatua del Gato con Sombrero en la esquina de Eagle y Jefferson venían de la mano un chico flacucho con la camisa metida en el pantalón y una chica con pelo rosa, pollera blanca y botas vaqueras.

Subimos la pendiente del estacionamiento. Las suelas de madera de los zapatos nuevos apoyaban con rigidez sobre el asfalto.

Recordaba el vestíbulo de la biblioteca Nichols, con la claraboya sobre las escaleras al subsuelo y el diorama de la vieja biblioteca. A un lado de las vitrinas y puertas al salón estaban los libros y vinilos gastados u obsoletos que la biblioteca vendía por dos o tres dólares. Saqué de la caja el cartón azul de un vinilo con Nancy Wilson en la tapa, sentada como un yogui con un vestido rosa, las uñas entrelazadas, un afro lacio redondo como la cara. La tapa decía, "Nancy Wilson, Facil." Di vuelta el cartón. "¡Facil!", decía, "Así es Nancy en este disco." La primera canción era "Wave" de Carlos Jobim.

"¿Encontraste algo?", preguntó Jess sobre mi hombro. En la caja había otros discos de la Wilson. Jess dijo, "debía ser la colección de alguien." Saqué un par del cartón. Estaban marcados y rayados, debajo de los estándares de mi hermana.

"¿Tenés tu tarjeta de la biblioteca?", preguntó la madre de Jessica, asomando por las puertas. La tarjeta había expirado en abril, "ustedes la renovaron", le dijo a su madre. "¿Qué tenés?", preguntó Ann. Jess hurgó en su cartera gris. Tal vez tenía la tarjeta vieja. Entonces que fuese al mostrador y les diese la tarjeta para que la renueven. Pero la tarjeta había expirado y ya habían mandado la nueva. "Estaba en la Argentina, mamá, no sé qué pasó con la tarjeta nueva".

"Andá al mostrador, dejá que ellos se encarguen", dijo su madre, alejándose hacia los anaqueles.

Demabulé entre exhibidores de "Libros Calientes" que ardían por circulación, no erotismo, me detuve en una mesada con pantallas y me distraje con la interfase de la biblioteca. Alcé la vista y Jess había desaparecido. Ann tampoco estaba a la vista.

"¿Estás buscando algo?", me preguntó una señora gruesa desde un mostrador. "Mi novia", le dije.

"No conozco a tu novia pero la próxima vez que la traigas podés presentarmela."

Caminé entre las filas de anaqueles, viendo a un costado y otro. En el piso alfombrado había chapas de bronce redondas, cubriendo tomas eléctricas. Al fondo de un anaquel estaba Jess con una pila de libros en brazos. ¿Cuantos libros iba a llevar? "Estoy de vacaciones, leo rápido", contestó, y me dio un beso ¿Podía buscarle ese libro que quería que ella leyese? Ya había mirado en el catálogo, no lo tenían. ¿Había otro libro de ese autor que pudiese leer? Bajé por el pasillo entre los anaqueles hacia la letra "B". A un estante del suelo estaban los libros de Bellow. Agarré una copia de "Carpe Diem", la misma edición que tenía en casa con una foto distinta en la tapa. Para mí agarré el grueso volumen con la correspondencia de Bellow. A un par de estantes estaba Paul Bowles, y agarré una copia de "El Cielo Protector."

"Creo que mi papá ya te sacó este", dijo Jess haciendo equilibrio con su pila de libros entre el cuello y una mano, tocando el ladrillo de la correspondencia de Bellow con la otra.

"¿Ya saben lo que van a llevar?", preguntó Ann.

"Mamá, ¿sabés si papá sacó este libro para Andrés?"

"No sé, Jessica, ¿estás lista para irnos? Los negocios cierran."

Juntamos los libros en bolsas azules de tela, con el logo de la biblioteca impreso en blanco a cada lado. Jess y yo llevaríamos las bolsas al auto y buscaríamos a Ann en los negocios de ropa. "¿Cómo van los zapatos?", me preguntó Jess. Dejamos las bolsas en el asiento trasero y nos besamos en el estacionamiento del centro comunitario. Una cartelera decía, "Actividades para ciudadanos mayores", luego una lista con días y horarios.

Las veredas de la calle Jefferson estaban ocupadas por percheros de ropa. "Nunca se sabe que se puede encontrar", había dicho Ann. También ocupaban las veredas parejas de chicas en pantaloncitos cortos y ojotas, hablando y gesticulando con sus celulares en la mano, familias con nenes tomando helado, grupos de amigos sentados en bancos. Bajo el toldo de la pizzería las macetas con hojas verdes y las mesas de madera, con pizzas calientes siendo cortadas y consumidas. "Anderson's" estaba al lado de lo que llaman un "callejón", pasajes que dividen las cuadras y sirven de fondo a las propiedades, con pasos de servicio y emergencia y contenedores de basura. El fondo de "Anderson's" era un espacio asfaltado con una carpa para las liquidaciones del día.

La librería no era parte de una cadena y Jess y su hermano habían comprado sus libros ahí desde chicos. El interior era un espacio continuo de alfombras verdes y anaqueles de madera laminada bajo un techo alto y plano, de luces blancas fluorescentes. Al fondo a un lado había una mesa baja con juegos y libros para chicos y un teatro de marionetas. En las esquinas de los anaqueles había sillones de cuero negro. Di unas vueltas viendo los lomos de los libros, leyendo precios en contratapas, en letra pequeña debajo de los códigos de barra, haciendo aritmética de tercermundista. Diez dólares son setenta y cinco u ochenta pesos, etc. Sonó la musiquita del celular, en la pantalla decía "Ann". Deslicé el dedo sobre el nombre y hablé con la madre de Jessica. Encontré a Jess ojeando los libros de tejido. "Tu madre necesita las llaves del auto", le dije al oído. Jess quería ver los libros de tejido. Su madre la estaba esperando en el estacionamiento. "Scheisse", dijo Jess.

En la puerta besé a Jess y le palmé la cola. Me dijo entre dientes, "estamos en público", me pellizcó los huevos y salió de la librería.

Esperando en el mostrador vi unos caramelos que parecían blandos de dulce de leche. Eran caramelos de "toffee", de "peanut butter" y de "caramel". Dije a la cajera que había llamado hacía un rato, me habían separado un libro. La cajera era una rubia de veinte cortos, flaca y blanda. De uno panal de nichos bajo la vidriera sacó un librito, me alcanzó un papel que tenía doblado dentro. Sacando algunas erres y eses al final, tenía escrito mi apellido. "Es este", le dije. El pequeño libro de tapa dura tenía poco más de doscientas páginas. Puse el libro y un caramelo blando en el mostrador y saqué la tarjeta.

"¿Necesitás mi documento?", le pregunté a la cajera.

"No hace falta", respondió pasando la "Amex" (American Express) por el lector en la caja.

Salí con el libro, masticando el caramelo. Era como un blando de dulce de leche pero con algo de sabor a café, algo de sabor ahumado. Me apoyé en el borde de la vidriera, sentado a medias, y leí las primeras páginas del libro mirando la calle, esperando a Jessica o Ann. El cielo no estaba oscuro todavía y parecía hacer más calor a medida que atardecía. Al fondo del callejón vi a un empleado marchar a un contenedor de basura y tirar unas bolsas. Había varios contenedores, incluso uno al lado mío, casi en la vereda. Levanté la tapa de plástico y tiré el celofán del caramelo. Mi espalda seguía tiesa. Leí unas líneas de pie, apoyado en la pared, luego volví a entrar en la librería y me senté en un sillón negro, al lado de la vidriera.

Era un rincón apartado del local y tal vez los reflejos en el vidrio me protegían de miradas externas. Tal vez podía recostarme un momento en la alfombra verde y probar los ejercicios del doctor Paul. Escuché unos golpes en el vidrio y vi a Ann haciendo gestos desde afuera. Nos encontramos en la puerta. Jessica había ido a ver la ropa, yo debería ir también. "Quería ver las ofertas en la carpa atrás", le dije. ¿Porque no las había visto antes? Estaba esperando, no quería que nos separásemos. Bueno, pero tenía que apurarme, quedaban solo veinte minutos.

Por una puerta al fondo, a un costado de los libros de tejido, pasé por un cuarto estrecho con cajas vacías apiladas, caños de agua y gas, un enorme tablero eléctrico y otra puerta, al callejón donde estaba la carpa. Había cuatro mesas largas. Una tenía juegos de mesa, otra libros infantiles y películas, la tercera novelas románticas y de fantasía y ciencia ficción, libros de autoayuda y de dietas y de religión. En la última mesa había cuadernos y agendas, calendarios, y algunos libros de tapa dura, novelas de suspenso de Tom Clancy, novelas de misterio de Sue Grafton, un par de libros de Richard Ford y "El Cementerio de Praga", la última novela de Umberto Eco. Jess había visto la novela en Buenos Aires, en castellano. Ahí estaba a casi seis dólares.


"Encontré este en la carpa de atrás", le dije a la cajera. "Para eso los tenemos", respondió con una sonrisa, leyendo el código de barras en la contratapa con la pistola laser. "¿La misma tarjeta?", me preguntó. ¿Eran seis dólares? Tenía ese efectivo.

Bajo la carpa el cielo había ido oscureciendo, en pocos minutos. Salí de la librería por la puerta principal a la calle Jefferson, de noche. Desde la esquina de enfrente, entre percheros circulares de jeans y camisas, Ann me hacía señas. Un pibe alto y amplio estaba entrando los percheros. "Tenemos que apurarnos", dijo Ann, "ya están cerrando pero nos dan unos minutos para comprar." ¿Me ponía las camisas ahí? No tenía tiempo para probarme pantalones.

"No, no te los probás, llevamos unos talles y lo que no sirva lo devolvemos después."

Los jeans estaban a veinte dolares, unos ciento sesenta pesos. Dentro de los jeans colgaban etiquetas con los talles y cortes, "clásico", "recto", "relajado", "suelto", "bota". Llevé dos talles del "clásico" a la caja y pregunté, "¿cual es la diferencia entre "relajado" y "suelto"?"

"Son dos tipos de pantalón, uno es un poco más amplio."

"No sé cómo elegir así", dije, dando vueltas entre los percheros, tirando manotazos a la ropa.

"Apurate y agarrá algunos, no importa", dijo Ann. 

Llevé cuatro pantalones a la caja, Ann pagó con la tarjeta y los llevamos al auto, con las otras bolsas de Ann. "Gracias", dijo Ann, alegre desde la puerta del local. No quedaban rastros de luz diurna en la calle, los percheros habían desaparecido también. "¿Dónde esta Jess?", pregunté. Nos esperaba en el auto. Volvía con Ann por el camino que había hecho con Jessica más temprano. Las ventanas de las oficinas de la biblioteca estaba iluminadas, las paredes de ladrillo oscuras. La luz no llegaba al estacionamiento, que estaba medio vacío. Cruzamos la calle Eagle y fuimos al estacionamiento del centro comunitario. El Saturn de Ann era el único auto.

"¿Dónde está?", preguntó Ann.

Agarré las bolsas y Ann abrió el auto. "¿Voy a buscarla?", pregunté. No, ella iba, yo me relajaba en el auto. Puse las bolsas en el asiento de atrás, me senté adelante con el libro de Eco y cerré la puerta. Ann desapareció en la dirección de la biblioteca. El pequeño estacionamiento no tenía faroles y terminaba en un muro bajo.

Pasé las primeras páginas del Eco y vi una ilustración, un grabado de un viejo encorvado con las manos sobre un bastón. El epígrafe decía, "Soñé con los judíos por años y años." En la siguiente página había una ilustración de un franciscano gordo adormilado, acodado en una mesa con un libro abierto. Ojeando el tomo vi que tenía varias ilustraciones y busqué en las primeras y últimas páginas alguna información sobre su procedencia. La última página impresa tenía los "Créditos de las Ilustraciones", con una lista de cuatro puntos y luego la anotación, "Todas las demás ilustraciones son de la colección del autor."

La luz del auto se apagó y cerré el libro.

Probé de encender la radio y bajar las ventanas, sin éxito. Cuando la espalda empezó a molestar abrí la puerta, para estirar la piernas. Sonó la alarma del auto, cubriendo el radio al menos de la cuadra. Cerré la puerta, la alarma siguió sonando. Di una vuelta por el estacionamiento mirando hacia la calle Eagle y la biblioteca. Abrí la puerta del auto que había cerrado y me senté de costado, con las piernas sobre el cemento, apoyando la cabeza en las manos.

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