No recordaba que el agua de la casa tenía un olor terroso, más en la ducha. El agua es una cosa ubicua, setenta por ciento del cuerpo humano y de la superficie terrestre, en valores aproximados. Al viajar estas variaciones aparecen y recuerdan que la normalidad es un fenómeno local. La casa producía su propia agua porque no estaba incorporada a la ciudad y no tenía conexión de agua o cloaca. Los padres de Jessica la habían comprado en 1984, cuando Jessi tenía seis años, con un pozo de agua y un "campo" séptico en el jardín trasero. La normativa de Naperville tenía mayores restricciones que la estatal, permitía una altura para antenas de 60 metros y Bob tenía una antena de 100 metros para su radio de onda corta.
La noche anterior en la cena Bob me había mostrado una de sus tarjetas QSL, una postal que se envían los aficionados de la onda corta para confirmar un contacto. Mientras poníamos la mesa Bob hablaba por teléfono con un colega aficionado y coleccionista de estas tarjetas. Luego colgó el teléfono y contó que su amigo había conducido dos días para comprar un lote de tarjetas. "No guarda solo las suyas, compra las de cualquiera," dijo Bob. Su amigo tenía miles de estas tarjetas, en cajas en un sótano. El sótano de Bob tenía estanterías de chapa con sucesivos equipos de radio, en desuso. ¿Usaba todavía la radio Bob? ¿Cuando la había usado por última vez? "Hace rato", dijo Bob, moviendo la tarjeta en sus manos y volviendo a la escalera del sótano, a ponerla con el resto.
Me sequé con la toalla de She-Ra, una toalla de la infancia de Jess, y volví a ponerme la remera y los calzoncillos en los que había dormido. La luz del baño, conectada al extractor de aire, quedaba encendida para evaporar la humedad de los revestimientos y evitar la formación de moho y hongos. El extractor quedó aspirando y haciendo ruido con su motor y fui al dormitorio a recostarme en el suelo de alfombra y hacer los ejercicios del doctor Paul. Las superficies del salón estaban cubiertas por bolsas y cajas grandes de verdulería con libros y medicamentos y sombreros, paquetes de papa fritas, envases de "nueces mezcladas" y pochoclo con chocolate, cajas de barras de cereal, bolsitas de galletitas caseras. En la alfombra detrás del sillón estaban las valijas negras, doblados sobre el respaldo del sillón, los vestidos.
En el suelo del dormitorio estaban el bolso de Jessica, abierto y rodeado de posibles contenidos, y mi bolso, un portatrajes de mi padre, plegado y cerrado. Golpearon la puerta, asomó Bob y dijo, "oh, estás haciendo los ejercicios". Estaba tendido en el suelo, boca arriba, con la pierna izquierda plegada, pierna y brazo derechos paralelos al suelo, tirando de los tejidos lumbares, dorsales y escapulares. Bob quería saber si había tomado algún desayuno. "Mi bolso está listo", le dije, ¿cuando cargábamos el auto?
"Bueno", dijo Bob riéndose, "ese es el problema, que no sé." Se reía sacudiendo la panza, mostrando la palma de una mano ancha y los dientes blancos en la barba blanca. Lo que no sabía era cuando iban a estar listos los equipajes y la gente para ser cargados y llevados a la ruta. "Termino los ejercicios y te ayudo", le dije. Que no me preocupe, que tome yogur o lo que quiera. De hecho era mejor que no cargase el auto. No quería empeorar la espalda porque, una vez que estemos ahí afuera, "no es mucho lo que podés hacer," dijo Bob riéndose.
Luego entró Jessica, con los hombros húmedos asomando de una toalla blanca. La pierna derecha estaba ahora apretada contra el pecho, la izquierda estirándose. La toalla pasó del cuerpo al pelo. "¿Cómo estás?", me preguntó Jess, alegre y desnuda, como la veía desde el suelo. Estiré una mano y le apreté la pierna, debajo de la rodilla. ¿Estaba listo su bolso? Todavía no, pero casi. ¿Quería poner sus vestidos en mi portatraje, para que no se arrugasen? "Oh", dijo, "es una buena idea".
"¿Podés ayudarme con este último ejercicio?", le pregunté.
"Seguro", dijo, "¿qué hago?"
Tenía que poner una pelota de volley, que no tenía, entre las rodillas con las piernas dobladas, y apretar. Sus piernas podían ser la pelota. Jessica dio un paso sobre mis rodillas y se plantó entre mis piernas. Aspiré por la nariz, con los abdominales aplané la lumbar contra el suelo y apreté sus rodillas entre las mías. Al soltar abrí las ojos. La toalla blanca, como un turbante, pesaba en su cabeza y flotaba sobre la mía como una luna. Bajo ese satellite estaba la sonrisa de Jess, grande y amplia, las pecas invisibles bajo los ojos chinos. "Hola, sexy", dijo. Volví a aspirar y apretar, cerrando los ojos.
Luego Jessica se puso en movimiento, vistiéndose, juntando calzados y tubos de crema en bolsas y cartucheras, doblando ropa. A un costado yo había abierto el cierre del portatrajes y lo había desplegado sobre la alfombra, espesa y borravina. El portatrajes se abría como un libro negro, con la ropa dentro doblada y apilada sobre una tela sintética inmaterial. Pasé la ropa al suelo y abrí el segundo cierre, apartando la tela liviana. El segundo compartimento tenía mi traje, enganchado con su percha. La tela del saco y el pantalón era gris con líneas blancas, la camisa blanca. Tenía una corbata negra con gajos blancos y otra rosada. Acosté los vestidos verdes de Jess sobre el traje y los cubrí con esa tela negra.
En el salón Bob leía mapas de google en la computadora, Ann sacaba ropa del lavadero. Me llamó desde el baño con un rociador en alto. Quería mostrarme algo, para que recordase la próxima vez. Tenía que limpiar las paredes de la ducha con eso, dijo, levantando el rociador, o el plástico podía arruinarse. La bañera y sus paredes eran una pieza única moldeada en plástico marrón chocolate. Bob me había contado, en el viaje anterior, que la habían tenido que instalar antes de cerrar las paredes del baño, por el tamaño. La indicación del rociador, no la había recibido, "pero voy a acordarme, Ann", dije, volviendo a mi bol de yogur. Revisé el correo espiando a Bob, que merodeaba entre las cajas tocando cosas. ¿Ibamos a llevar toda esa comida? Así íbamos a saber qué estábamos comiendo, porque, "no sé si lo notaste," dijo Bob, "pero comer sano no es fácil en la mayoría de los lugares." Estas cosas las decía riéndose. Cuando dije que también era un ahorro de dinero, llevar comida para la ruta, dijo nada más, "si, eso también." El dinero no tenía aspectos cómicos.
"Bueno," dijo Bob, "creo que voy a preparar el auto."
Agarré una caja y seguí a Bob a la puerta trasera. La baldosa del recibidor estaba bajo las botas, zapatillas, pantuflas y ojotas de la casa, que la puerta barría al abrirse. "Tal vez quieras dejar eso acá", dijo Bob, señalando la caja. No quería carga el auto a plena vista. Subimos por el caminito de cementro entre el pasto y el cerco de madera hacia el garage. Entrando por una puerta lateral uno tenía que viborear entre la estructura de un tabique, sin revestir y con cajitas y herramientas en los tirantes horizontales, una mesada sobre caballetes y el Saturn de Ann, estrechándose progresivamente hacia al portón. "Demasiado complicado", dijo Bob, cerrando la puerta. Dimos la vuelta al cerco hacia lo que llaman "driveway", una superficie libre de pavimento frente a la casa para estacionar los autos. El suburbio se ordena por concentración y dispersión, con distancias no peatonales entre zonas residenciales y nodos de comercio y naturaleza. Hay que manejar y los autos tienen que estar a mano, así que se sube al auto como se ponen las zapatillas. A un costado del pavimento frente a la casa los yuyos y arbustos crecían en desorden. También la camioneta de Bob, al lado del SUV alquilado, era parte del desorden, corroída y sucia. La SUV, Sport Utility Vehicle, estaba limpia y brillaba.
"Alquilamos uno de estos tipos grandes", dijo Bob, sacando el llavero electrónico del bolsillo, "una SUV". Odiaba manejar esas cosas. Eran tan grandes, no sabía como maniobrar. Yo iba detrás de Bob y le pregunté el significado de la Utilidad Deportiva. Bob dijo, "es solo un nombre", luego con el llavero en alto dijo, "ahora, mira esto," y apretó un botón. Las luces de la Dodge Caravan pestañearon y la puerta trasera se elevó con pistones hidráulicos, descubriendo un espacio alto y estrecho. ¿Cómo iban a entrar las cosas ahí? "Oh, estos asientos se rebaten", dijo Bob, "pero no sé cómo". Dentro había tres hileras de asientos, lugar para seis o siete personas. "Tenemos que tirar de estas cosas," dijo Bob, "de alguna manera", agarrando una cinta en la espalda del asiento trasero. La cinta tenía una flecha y estaba numerada cuatro. Otra cinta en el respaldo tenía el número dos. "No alcanzo desde acá", dije. Bob apretó más botones abriendo las puertas laterales, que deslizaron en paralelo al vehículo. A mis espaldas Jessica preguntó, "¿qué hacen?" Desde la puerta lateral, intentando alcanzar una de las cintas, escuchaba a Bob y Jessi.
"Tira de esa", le dije a Bob.
"Creo que si tiro acá," decía Bob, "esta cosa debería bajar." Jessica indicaba otra cinta, en el suelo entre los asientos. "Esperá un momento, Jess", decía su padre. Jessica insistió, su padre tenía que tirar de esa, tenía el número uno. "Vos tirá esa" le dije, "yo tiro esta." El respaldo del asiento colapso, se abrió una tapa en el suelo y el asiento se sumergió en el auto.
"Bueno, ahí tenés", dijo Bob, "ahora podemos hacer el otro."
Un amplio espacio se había abierto en el fondo del auto, que los tres miramos. "Probablemente podrías hacer tus ejercicios acá atrás," dijo Bob marcando el espacio con la mano.
"Estaba pensando lo mismo", respondí.
"Esa es una cantidad ridícula de espacio," dijo Jessica, volviendo a la casa con su taza de café.
"Bueno, nosotros vamos a llenarlo", dijo Bob, expandiendo las cejas y la risa.
Una hielera y las dos cajas de verdulería entraron primero hasta el fondo del baúl, contra el respaldo de los asientos traseros, para facil acceso. Con las provisiones había folletos y mapas y sombreros, una caja de herramientas y unos binoculares. "Cuidado con lo que ponés encima," dijo Bob, "no querés aplastar la comida." Luego entraron en una hilera los bolsos, los cuatro negros y con ruedas. El bolso de Jessica, con su ropa y nuestros varios calzados, alpargatas y zapatillas y zapatos para la boda, ocupaba el mayor espacio y lo paramos a un costado. Al otro costado Bob puso su bolso y el su mujer, de distintas marcas pero igual tamaño y forma. Mi portatrajes, enano, angosto y largo, fue calzado entre estos dos hemisferios.
Los huecos fueron llenados con bolsas de la biblioteca, llenas de libros, bolsas de supermercado con cajas de remedios y ojotas, pastilleros divididos en los días de la semana, una balanza de comida y una botella para filtrar agua, un tubo de pelotas de tennis para mis ejercicios. La topografía resultante fue cubierta por una larga bolsa con los vestidos de Ann, con la marca NORDSTROM impresa en una ventanita de plástico transparente. "Creo que hay una cosa para enganchar los vestidos", dijo Bob señalando el respaldo del asiento. Sobre el cinturón de seguridad había un pequeño gancho de plástico. "Lo tengo", dije, asomando por la puerta y estirándome. "Cuidado con la espalda", dijo Bob.
"Estoy bien", dije. "Creo que ya está."
"¿Sabés cuando va a estar?", dijo Bob, "cuando salgamos a la ruta, ahí va a estar."
Con un tirón de la manija la puerta se ponía en movimiento, deslizando por un riel invisible. La puerta, por cables y sistemas internos, se abría y cerraba, trababa y destrababa, bajaba y levantaba la ventanilla. Los huesos y tejidos en mi espalda no tenían esa facilidad de respuesta. No había botones para comunicarse con mi cuerpo. Ni podía una pieza gastada extraerse y reemplazarse por otra equivalente, hecha en serie de a miles. Lo que yo hacía cada tanto era doblar las rodillas y rotar la cintura hacia delante, apoyando las manos en la lumbar. Repetía el movimiento tres o cuatro veces, estirando los músculos. Mis pantomimas divertían a Jess, que decía cosas como, "nada de hacer popo en público."
En la casa, yendo del salón al recibidor, Jess y Ann juntaban las últimas bolsas con cajas de zapatos, cartucheras con pomos de crema y botellas de shampoo, el secador de pelos, más sombreros. "¿Dónde están los sombreros más gruesos?", preguntó Ann pasando con una bolsita ziploc de pastillas amarillas y blancas. Bob abrió un armario en el pasillo y sacó unos sombreros de pesca de lona beige. "¿Tenés un sombrero?", me preguntó Bob. Si, debería llevar un sombrero, dijo Jess. En el suelo había unos sombreros de paja.
"¿Qué tal?", pregunté.
"Parecés un granjero", dijo Jessica.
Perfecto, llevaba ese. En el estante del armario vi un gorro azul de visera, con unas siglas bordadas en hilo blanco. "¿Puedo llevar ese?", pregunté, señalando. Bob me alcanzó el gorro, que tenía sus etiquetas. Lo devolví, no sabía que estaba nuevo. "No importa", dijo Bob. "No te preocupés," dijo Ann, "lleva el gorro que quieras." Jessica apareció con tijeras, cortó la etiqueta y me alcanzó el gorro. Las siglas era NY, Nueva York, con la Y subrayando la N. Detrás el gorro tenía bordado el logo de la NFL (National Football League) y en la tira debajo decía GIANTS.
"Gracias", dije, llevando los sombreros al auto.
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