15 abr 2008

Un momento mirando.

Salgo del trabajo más temprano que mi mujer y aprovecho para darme una ducha y tirarme en la cama en el departamento vacío. Los días que estoy cansado en particular noto el silencio abrupto cuando cierro la canilla y como magnifica el espacio en la mampara de la ducha y el cubo azulejado del baño. Voy a la habitación y las paredes de yeso parecen ser parte de una cámara hiperbárica. Es un fenómeno similar al de entrar a una iglesia. Mi crianza fue laica. Me persigné alguna vez en la juventud para ver si sentía algo y uso de forma espontánea la expresión "por Dios", pero no tengo fe. Lo que una iglesia genera es una reacción a la escala e introspección del recinto y los cambios abruptos en la temperatura y humedad.

Una noche al salir del baño escuché a mi mujer en la cocina y le pregunté si quería salir a caminar. Escuché una exhalación áspera y me acerqué a la abertura de la barra. Mi mujer estaba usando todo su cuerpo para bajar la palanca del exprimidor de jugo. El brazo y el hombro le temblaban. Le pregunté si estaba enferma. Respondió asintiendo y tomando aire por la nariz. Tenía los ojos caídos. Mientras cambiaba la media naranja aplanada por la otra mitad, todavía llena de jugo, di la vuelta a la pared con la barra y entre a la cocina, le hice un gesto para que se apartase, bajé la palanca, sucesivamente doblé las piernas y agarré la toalla para que no cayese al suelo. Marisa se río sin fuerza y soltó el cuerpo en una butaca que tenía detrás. 

Teniendo la toalla con una mano apilé las medias naranjas exprimidas, las tiré al tacho y le deslicé el vaso por la barra. Me alcanzó el repasador con el que se había limpiado las manos y me dijo que no me limpiase en la toalla. Luego dijo que debería secarme para no acompañarla en la convalecencia. Tomó un poco de jugo y se sacudió. Me preguntó como había sido mi día, levanté los hombros para indicar resignación. Ella dijo que había salido temprano. Ventajas de la peste, agregó, sacudiendo el vaso en alto.

Acerqué una silla del comedor a la puerta y me senté a observarla. Era viernes o jueves, no me acuerdo.

Siguió tomando el jugo en traguitos, siempre con un temblor. El ácido, le dije en un momento. Ella dijo 'si' riéndose con otro poco de cansancio. Bajó el último trago y se quedó mirando los restos de pulpa en el fondo del vaso. El médico del trabajo le había dicho que era un virus de 24 o 48 horas y le había dado unos remedios. No podía hacer nada más que dormir y esperar.  Y tomar muchos fluidos, agregué yo. Me dijo que fuese a dar una vuelta si quería. Que me despejase. Ella estaba bien. Se iba a quedar muerta enseguida.

Caminé por las calles de casas más bajas y algunos pasajes angostos que conocía, donde la calle estuviese más quieta. En algunas esquinas veía transversalmente luces concentradas, por tramos breves se escuchaban golpes metálicos dispersos y nítidos, dos o tres cuadras a un lado. Llegué a los bulevares en la calle Charcas y aunque no había cenado, no tenía el apetito para tomar un helado. Pensé en llevar una pizza de vuelta a casa. Había gente asomada a los balcones y dando vueltas en los canteros y pérgolas del bulevar. Algunos golpeaban cacerolas o arengaban. Me di la vuelta.

Volví por otras calles. La lluvia que había caído más temprano había dejado un cielo perfectamente oscuro y una carga de amoniaco en el aire. No estaba frío pero la humedad me daba piel de gallina. Caminé con la capucha del buzo puesta hasta que empecé a sudar.

Las luces estaban apagadas en el comedor, la cocina, el pasillo, la habitación, pero las puertas estaban abiertas. Mi mujer había salido, dejando la persiana del comedor enrollada. Luz opaca de la calle entraba por la puerta ventana del balcón. Busqué los contornos del ambiente y tanteé la llave de luz, pero se había cortado. Encendí una vela que estaba en el diminuto lavadero, ya erguida en un platito, di una vuelta por los cuartos buscando una nota. Agarré el libro en mi mesa de luz y salí a llamar al ascensor, que debía tener un circuito de emergencia. Algo de esa luz opaca entraba a la cocina. Arranqué una hoja del anotador en la barra y escribí una nota. Todavía la tengo. Dice: Supongo que saliste por el corte, voy al café de la plaza a esperar un rato. Luego: Deberías estar en reposo, entre paréntesis.

Dejé la nota en la barra, usando el vaso de jugo como pisapapeles. Esperé un momento más al ascensor y bajé por las escaleras, en una luz verde de emergencia.

Volví a caminar unas tres cuadras de avenida por las que recién había pasado y crucé en verde en la esquina de Anchorena. Vi al pasar las filas de gente en las paradas de colectivos. Me acerqué al café deseando encontrar una mesa libre en el ventanal. El gran vidrio estaba iluminado y en la mesa uno de los mozos le servía un té y le decía algo a mi mujer. Me quedé un momento mirando.

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