26 abr 2013

Agüero y Galileo.

Piso una baldosa suelta, me salpica la cara, afirmo las cajas con el brazo y libero la mano que no sigue al viejo, el tío Ernesto arrimando el siguiente paso con los ojos inertes, la boca suelta, tieso de la cintura para abajo, doblado del estómago hacia arriba. Voy al lado, retrocediendo, poniéndole una mano en la lumbar, donde actúan presiones con las que puedo identificarme aunque tengan razones menos perecederas y más íntimamente ligadas, tal vez.

Con el otro brazo llevo unas cajas de muestra, erguidas cuando puedo, contra el cuerpo. Tengo una fábrica de cartón con dos socios en la calle Trelles, a unas cuadras de la playa de estacionamiento y el parque que allanan el punto medio de Juan B. Justo. Tenemos máquinas plegadoras, onduladoras, dos troqueladoras rotativas, pero no tenemos impresión. Hacemos cajas de corrugado y rollos. Compramos la primer troqueladora, cuando empezamos, usada, y yo la dejé funcionando. Estudié Ingeniería en la Universidad de Buenos Aires, año 87. Todavía me sirven algunas cosas que aprendí ahí. La fábrica es un galpón en ele, con salida a la calle Cervantes, por donde salen y entran los camiones.

Estas cajas son para un nuevo cliente, un fabricante de rieles para cortinas. De casualidad, es un viejo compañero de clase. En una electiva al final de la carrera hicimos unos trabajos como sus rieles, con prototipos funcionales. Tengo que verlo en menos de una hora, en su oficina de ventas, un segundo piso en la calle Suipacha. Le llevo tres cajas tubo. Son doscientos centímetros de inercia longitudinal contra cinco, doce y quince de inercia lateral, formas huecas y temperamentales, ligadas al medio con film transparente, vuelto opaco por superposición y contracción. Así la cara del tío, que parece haber perdido la capacidad general de conformar signos. Otras veces el signo es primitivo y desconcertante. En el ascensor, por ejemplo, mostraba los dientes hasta la encía. Hacíamos unos almanaques en la oficina, en otros años, con la foto de un mono vestido de uniforme, plegando un cartón, que mostraba los dientes así. Mostrar los dientes para un mono es una señal nerviosa.

Estuve en el pasillo hablándole a la puerta del tío, diciéndole que llame a su hermano, que le pregunte que yo venía, que soy el sobrino, Roberto, Roberto Halkef, diciendo: me enseñaste a jugar a la generala cuando era chico, salíamos con tu bote en el delta, acordate. El portero estaba baldeando cuando llegué y me hizo pasar cuando el tío no contestaba al timbre. Ahí vive el tío, en cierto sentido, como una boya en una pileta de verano, yendo de una dirección a otra. Dejé el auto a dos cuadras del edificio, en el primer lugar que vi, aceptando que iríamos a la clínica a pie. El auto es más conveniente pero menos rápido, en esta parte de la ciudad. Hice el esfuerzo de no pensar doblando en la esquina de Austria, llevando las cajas. Las cajas vinieron conmigo. Cruzadas en el asiento trasero salían por la ventana, que quedaba abierta. Tampoco conseguí nada forcejeando con el espacio del baúl. Así que, llevarlas puestas. Porque no cargar con algo más.



En la península limitada por Juan B. Justo, Libertador, Callao y Las Heras, donde la pampa cae cinco metros al río y las calles son un laberinto, hay relativa calma, empedrados, árboles altos. En las orillas la ciudad reaparece, los colectivos maniobran sobre los autos, la gente entre la gente. Yendo contra esa succión, al paso del tío, me oprime una orden en la nuca de seguir, avanzar, moverse. Ir contra la pendiente tampoco ayuda. Pasamos el monolito con la estatua de Evita, atravesamos el parque detrás de la biblioteca, gris y abstracta como una torre de control, veo en la siguiente esquina la estación de servicio, un poco más adelante está la clínica. En el triángulo donde Agüero y la diagonal intersecan con Las Heras, en una veredita con un cantero, el tío se detiene, mira la baldosa, se dobla con esfuerzo. Aparto las cajas para atajarlo, le pregunto qué le pasa, las cajas giran, se inclinan también al suelo, el tío extiende las piernas en la vereda, se respalda en el cantero.

Le suelto el brazo, que se retrae hasta quedarle sobre las piernas. Las cajas quedaron atravesadas entre los dos. Miro hacia abajo la calva del tío Ernesto, de una pasta blanda, protegida por renglones de cabello. Levanto las cajas, las sostengo, pongo otra mano en el hombro de viejo. Le pregunto: Ernesto, que te pasa. Levantate tío, le digo.

Le pregunto si está cansado. Le digo que ya hay que cruzar, que estamos ahí nomás. Le sacudo el hombro despacio, le pregunto si está mareado, si le bajó la presión. Le digo que no se puede sentar en la vereda. Le ofrezco agua, traérsela de la estación de servicio. Le doy un momento para que algo llegue a la boya que tiene suelta en la cabeza y repito que tenemos que ir yendo.

Luego de una situación así uno se cita con la familia, se reúne en una mesa, habla. Voy a juntarme a cenar con mis padres, unos días después de esto, y mi padre va a contarme que Althaus era su perro cuando eran chicos, el perro de Ernesto sobre todo. El hermano mayor, Ernesto lo bañaba, le ponía la comida, lo sacaba a pasear. Va a recordarme como era la casa del abuelo, marcando la forma en ele del pasillo de los cuartos con una mano en la mesa, diciendo que el perro dormía en el ángulo del pasillo para cuidar a toda la familia.

Al final el perro estuvo enfermo y lo dejaron una noche en la veterinaria, en una jaula así, va a decir, marcando con las manos un tamaño. A la mañana siguiente llamaron temprano de la veterinaria para decir que Althaus estaba mal y les recomendaban ir a verlo. Ernesto quiso ir enseguida pero su padre, el abuelo, dijo que era un asunto de familia, que irían juntos luego de vestirse, luego de desayunar algo. En un momento Ernesto grito que lo disculpen, que no podía esperar más, se levantó de la mesa y salió corriendo. Cuando los demás llegaron a la veterinaria Althaus estaba muerto. Ernesto lo había encontrado acostado en el piso de la jaula con la puerta abierta. Althaus le había olido la mano, había gemido y se había ido.



La cabeza del viejo se mueve. Vamos tío, digo, vamos yendo. Algo está diciendo, al margen de la avenida. Unos chicos se paran a ofrecer ayuda, me hacen preguntas, asombrados. El resto de la gente no necesita explicaciones. Agradezco a los jóvenes hasta que siguen caminando. Me resigno a arrodillarme, me inclino hacia el viejo, teniéndome con una mano en el cantero, con la otra teniendo las cajas.

No voy, dice. Van a dejarlo para que se muera, dice, no voy.

Le digo que no se está muriendo. Le recuerdo que es solo un pinchazo, que se lo dan todos los meses. El conoce al doctor Peña, que se acuerde. Por favor, le pido, tengo que estar en otro lado, no tengo tiempo para eso. Paro las cajas entre las piernas, le agarro los brazos, sostengo las cajas con el hueco del hombro, le doy un tirón, con suavidad, de los brazos, las cajas se sueltan y me golpean la oreja, estoy descubriendo el peso del viejo, que no tengo forma de rodearle el pecho, de levantarlo. Dejo las cajas en el borde del cantero, mirando que no apoyen en la lija de pasto y polvo. Vuelvo a agacharme, le digo: tío. Le digo que me va a hacer perder un cliente. Me mira con otro de esos signos que su cara todavía puede formar, mostrándome que en nuestro repertorio primitivo hay desesperación. Me dice: se muere Althaus. Frunce la boca, los ojos, apartándome la cara, encerrándose en la determinación de no seguir hacia el momento que sea en el que está. No voy, dice tragando.

Saco mi teléfono y leo la hora. Hace cinco minutos era su cita. Quedan treinta y cinco para la mía. Corro las cajas, se levanta polvo, me siento en el borde del cantero. La avenida nos presenta figuras reflejadas, publicidades, opacidad. El auto está a cinco cuadras, la clínica a una y media. Tal vez puedo hacerle señas a alguien de la estación de servicio o a un mozo del bar de enfrente, para que cuiden al tío mientras traigo ayuda de la clínica. Siento la goma del teléfono en la mano. Alguien me está haciendo una pregunta. Me doy vuelta, hay un cartonero con una bolsa de lona blanca, grande como la jaula de veterinaria que va hacer mi padre con las manos, en un carro de caños negros. ¿Le sobran las cajas, jefe?, me pregunta.

Le hago un gesto que significa: no. El hombre debe ver las piernas del tío, mira sobre el cantero y pregunta: ¿se le quedó el abuelo? Le digo que es mi tío. Me pregunta si quiero ayuda. Le digo que no, que está bien. Conozco a los cartoneros, nosotros les compramos. Me pregunta si no quiero que me ayude. En serio, le digo, andá tranquilo. El tío dice lo mismo de antes, que escucho a medias. El cartonero se quedó mirando, pregunta si quiero que traiga ayuda. Le digo que yo me arreglo, esperando que se vaya para usar el teléfono. Cambia el semáforo, le escucho una protesta y lo miro empujar la bolsa por la diagonal Galileo, decirle algo a un empleado de la estación de servicio, mirando hacia el cantero, e irse por el pasaje.

Deslizo unos dedos en la pantalla del teléfono, dando indicaciones a algo que hace caso, y presiono el contacto de mi padre. Escucho la risa de mi madre, mi padre pregunta quién llama, no miró el identificador de llamadas antes de atender. Tarda un poco en entender la situación, luego me dice que aguante cinco minutos, que me llama de vuelta. Me doy cuenta que tuve la cabeza en blanco, que no se me ocurrió llamar a mi compañero de facultad, al cliente mientras esperaba, estoy por buscar el número cuando el teléfono vibra, el nombre de mi padre está en la pantalla. Se comunicó con el doctor y va a mandar a alguien de la clínica con una silla de ruedas, que me ayude con Ernesto. Le dijeron que en quince minutos llegan.



El tío está inerte, la gente lo esquiva y sigue su camino. Mi padre pregunta si trate de levantarlo al tío aunque sea del suelo, le contesto que claro, le pregunto qué se cree. Le digo: aunque no estuviese con las cajas, dudo si podría levantarlo. Lamenta haberme metido en esa situación. Le recuerdo que yo estaba en la zona y ofrecí ayudar. Me pregunta qué decía el tío, le digo que no entendí bien, decía que no quería ir, que lo van a dejar que se muera. Mi padre pide que le pase el teléfono a Ernesto. Me agacho, acaricio el hombro del tío. Me mira sorprendido. Le alcanzo el teléfono, le digo: es Jorge, tu hermano, quiere hablarte.

Luego de la cena vamos a estar sentados en la cocina con las puertas del patio abiertas, mi padre va a pasarme otro gajo de mandarina y va a decir que se dio cuenta, en algún momento en el desayuno, que su padre, el abuelo, estaba demorando las cosas para que llegasen a la veterinaria cuando Althaus ya estuviese muerto. Ernesto intentaba apurar las cosas, el padre le decía que tuviese respeto. Le voy a preguntar a mi padre si el abuelo se enojó con Ernesto por irse corriendo y mi padre va a decir que no, no se enojó. Pero antes de eso, mientras los hermanos hablan por teléfono, espero que corten pronto para llamar al cliente, que me está esperando.



Este texto fue escrito en el marco de un taller dictado por Pedro Mairal y organizado por la revista Orsai. Fue el segundo de once ejercicios, con la consigna: "No estaba preparado".

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