7 abr 2013

Seguir.

Cierro el libro que puse sobre la mesa y miro la ventana, una guillotina gruesa de madera. Busco al mozo. Un chico en la vereda me pide una moneda. Sacudo la cabeza, cierro los ojos, abro las manos: el chico avanza a la siguiente ventana. El mozo me saluda y pregunta qué va a ser. Pido mi té y abro el libro, un western de la colección “Bravo Oeste”. Colecciones como “Bufalo”, “La Huella”, “Ases del Oeste”, se publicaron entre el cincuenta y el ochenta en libritos de bolsillo, de unas cien páginas, de papel fino y áspero, del tamaño de una billetera abierta.

Había colecciones románticas, policiales, algunas de terror y de ciencia ficción. Aparecen en una librería angosta sin fachada en Corrientes y Cerrito, los fondos de una galería frente a plaza Libertad, el sótano de otra galería, con luces amarillas y molduras, en Florida al 800. En Internet se venden por lotes. Había una feria en un galpón húmedo, de techo alto de chapa a unas cuadras de la estación Liniers, donde tenían una mesa larga de estos libritos. Estoy leyendo el título ciento cuarenta y tres, “Muerte en el Rancho Orange”, escrito por Silver Kane, que puede o no tener parentesco con Frank Kane, escritor de policiales. Comienza con tres prófugos que asaltan un almacén. Un cliente apuñala a uno en la espalda y es baleado por los otros dos. Los prófugos llegan al rancho Orange y toman a la familia del ranchero y un par de sus peones como rehenes. Uno de los peones oculta una escopeta serruchada, el ranchero la manotea y recibe un tiro en la cadera. Al peón dueño de la escopeta lo llevan a un cuarto y lo matan con su propia arma. Dejan que el ranchero se acueste en un catre, atan al otro peón al cadáver en el cuarto y ponen a la madre a cocinar. A Corina, la hija mayor, le hacen limpiar y coser la herida del apuñalado. Pronto Corina va a tener que servirles la comida y los prófugos van ponerse inquietos.

Por la ventana entra aire cargado de humedad y combustión del tránsito. La ventana puede tener treinta años como puede tener ochenta. Las mesas de plástico en la vereda no tiene tiempo. Las sillas de lona tienen un logotipo de cerveza que es sutilmente actualizado cada año. Los transeúntes pasan por un túnel bajo el toldo verde del café y los clientes gesticulan al conversar y digitan en sus celulares y el tránsito de la avenida tira y afloja como una soga entre los postes del toldo y el cerco que rodea la esquina, y todas esas pantallas se mueven a velocidades inherentes en una sincronía inferida. Un hombre en un chaleco improvisado con una bolsa de residuo negra me está pidiendo en voz baja, soltando una letanía que dice que tiene hambre, que no anda pidiendo, que no salió a robar, el trabaja esa esquina, interpreto que limpia parabrisas en los semáforos, es un “trapito”, me niego meciendo la cabeza como un metrónomo al ritmo del pedido, la lluvia todo el día no lo dejó trabajar, me pide unos pesos para comer, me pide que le compre algo del café, le digo finalmente que no. El hombre duda un momento, se frota la cara y se va. Registro la textura del libro, cerrado sobre mi mano derecha. Me inclino hacia la ventana y el hombre no está.

Dos de los prófugos son primos, chicos de veinte años, Elias y Joseph. El tercero, el herido, es un mexicano petizo de cara arrugada al que le dicen El Listo. Elias le pregunta: ¿estas listo para comer, Listo?, y se ríe con Joseph. Me detengo a pensar que el juego de palabras delata que el texto es español y miro la calle, que está menos iluminada. El toldo del café tapa el cielo pero deben estar juntándose nubes de tormenta. Listo está concentrado en algo. Tal vez la herida. Elias le pone una mano en el hombro y le dice algunas cosas al oído. Listo mira la tabla de la mesa y asiente despacio. Corina trae dos platos de barro con puchero, Elias le dice que sirva a los otros. Cuando pone el tercer plato frente a Elias la chica pega un grito, se aleja rápido, Joseph se está riendo. El hijo menor, Paul, vio como el prófugo la manoseaba. Paul tiene once años pero entiende lo que va a pasar. Mira desde un rincón, mordiéndose la boca. Su madre le dice que vaya a mojarle la frente a su padre. El padre, afiebrado en el catre, agarra a Paul y le dice que John Ritter va a llegar pronto. Lo vio esa mañana, viene a ver el techo del granero. El padre le dice a Paul que sea paciente, que sea fuerte.

Una sirena que se acerca me distrae del cuento. Debe estar abriéndose camino entre los vehículos trabados en el cruce de avenidas. Veo pasar un camión bombero y caminando al lado de la ventana el chico que me había pedido antes, escuchando a otro pibe más grande de buzo gris. El buzo está curtido de humo y mugre. Llamo al chico y le doy un billete y un triángulo de mi tostado. El nene aprieta lo que le doy, se va corriendo sin mirar al otro. El de buzo gris se queda parado. Le digo que el chico me había pedido antes. Me pregunta quién me llamó a que me metiese y se acopla a los transeúntes, que siguen pasando.

Elias manda a Joseph que vaya con el chico a traer agua del pozo. El pozo está a un lado de la casa. La pantalla mosquitera que hace de puerta de la cocina golpea al cerrarse, el hombre tira del hombro de Paul y le dice que vaya delante. Paul piensa en el clavo oxidado que está flojo en el balde. El hombre se sienta en la leña contra la pared de la casa y le dice a Paul que el agua no va a subir sola mientras se enciende un cigarrillo. El chico arrastra el balde, tropieza, ajusta el clavo oxidado al ponerse de pie. El prófugo le dice que mirarlo lo entristece. Paul levanta el balde con las dos manos, se sube a unas piedras al pie del pozo, engancha el balde, gira la manija. Se escucha el impacto del agua y su eco. La manija se resiste a girar, el hombre le dice al chico que ponga el hombro, así es como se sacan musculos. Paul se queda quieto con su peso sobre la manija. El prófugo pone el cigarrillo en su boca, avanza al pozo, empuja al chico, hace girar el mecanismo. Sigue diciéndole la tristeza que da, mientras gira la manija. Cuando el hombre agarra el balde Paul pone las manos en el fondo, el hombre dice: ahora querés ayudar, el chico está girando el balde, le da un empujón, el clavo atraviesa la tripa de Joseph. El agua se derrama, Joseph sostiene el balde y el chico pasa entre sus piernas antes de que resbalen y tiren al hombre de espaldas, corre hacia el frente de la casa. Joseph, insultando, resbala en el charco de barro que se formó alrededor suyo, se quema con el cigarrillo que tenía en los labios, pega un grito.

Miro hacia los mozos que conversan alrededor de la caja y tengo un brazo en alto hasta que uno me nota, les hago el gesto para que traigan la cuenta. Saco de la última página del libro una servilleta de otro café que estoy usando de señalador y marco dónde me quedé. Le doy unos billetes al mozo, doblo otro billete y lo pongo bajo el platito de la taza. Luego busco la primer página del librito. Abajo de la fecha de primer edición, abril de 1959, y de esta tercera edición, agosto de 1974, dice: Traducción por Juan Espigas. Me quedo pensando un momento. Me levanto al acercarse el mozo con el vuelto y salgo por la puerta de la esquina. Subo por Santa Fe, cruzo Ecuador, cruzo Anchorena. La calle está gris como el cielo, la gente se mueve rápido. Veo el patio ingles de un banco al lado de un colegio, los chicos en la vereda, algunos sentados en la escalinata fumando. Alguien me dice al oído que me quede tranquilo o me corta, me pone una mano en la espada, veo un árbol a mi derecha, los autos parados en el semáforo, doy un paso al costado y el otro queda frente al tronco, corro hacia la avenida. Siento un tirón en la remera que me acotoga y estoy cruzando, los autos avanzan. El asfalto está húmedo y resbaloso. Los autos me pasan detrás. Busco desde la vereda de enfrente a quien sea que dejé en el árbol pero solo veo pibes del colegio mirando al tipo que cruzó Santa Fe con los autos encima. Entro a una disquería y digo que me acaban de intentar asaltar. Me preguntan dónde pasó, me dicen que me siente, me recomiendan que me quede ahí un rato. Los clientes que estaban en el mostrador se quedan cerca. A una señora le parece raro que asalten a alguien en la puerta de un colegio cuando están saliendo los chicos. Un señor de traje dice que me hicieron una gastada, algún pendejo del colegio me hizo una joda. Intento recordar si vi enfrente algún pibe riéndose. Empiezo a preguntarme si vi alguno de buzo gris. Tal vez reconocí la voz que me habló al oído.

Trato de ver la calle a través de la vitrina de la disquería. Tengo el subte a una cuadra, en la calle Agüero. No hay tránsito pasando por la avenida, el semáforo debe estar rojo. Agradezco y salgo, miro la esquina de Laprida, no veo un buzo gris. Me quedo en la puerta de la disquería, esperando. Cambia el semáforo y me pongo en movimiento. El tránsito baja por Santa Fe, cruzo Laprida, camino esquivando por reflejo, buscando en la gente unos metros más adelante. Bajo por la boca del subte, miro atrás antes de pasar el molinete. Voy hasta la punta del andén y espero vigilando. Camino a la par del tren que va bajando de velocidad y espero al lado del conductor, que asoma para ver que nadie trabe las puertas. El conductor entra a la cabina y subo al tren. Me apoyo en la puerta de la cabina, al lado de un tipo sentado de piernas cruzadas en el piso. Saco el libro. Por un momento pienso que no es prudente que me ponga a leer. Pero hay que seguir.

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