19 abr 2013

Su propia forma.

Mi profesora de segundo grado creía en los OVNIs. Aunque no me acuerdo bien de ella creo que nos gustábamos. Yo no jugaba mucho con los demás. En los recreos dibujaba. Esto fue antes de que me volviese mitómano y dijese en un acto de abanderados de quinto grado que me iba temprano porque me llevaban a la cárcel a visitar al tío, lo que me puso en terapia hasta tercero de la secundaria, que terminé con promedio de nueve-coma-siete para que cuando me llevasen a cenar afuera y me preguntasen qué quería de premio pudiese decir que no quería hacer más terapia.

Segundo grado fue el año que dieron “V-Invasión Extraterrestre” en la tele y eso es lo que dibujaba en el recreo, naves invasoras disparando a edificios con soldados de palito en los balcones, árboles en llamas, tanques devolviendo el fuego y gente de palito corriendo con los palitos en alto. La diferencia entre un civil de palito y un soldado de palito era que el soldado tenía casco y metralleta. Las naves disparaban líneas punteadas de marcador rojo y tenían un símbolo negro que todavía puedo dibujar de memoria, una especie de zeta ortogonal con un punto a cada lado.

Para dibujar una nave invasora primero trazaba un cuadrado. Unía dos trapecios rectangulares por sus bases mayores a lados paralelos del cuadrado. Eran las alas. Un trapecio isósceles, unido también por la base mayor, formaba la cabina. El símbolo iba inclinado en el centro del cuadrado.

Una mañana la profesora me dijo que los extraterrestres no eran así, no iban a viajar miles de años luz para matarnos, habían venido hacía mucho tiempo e iban a volver para ayudarnos, pero que yo dibujaba muy bien y me pedía que le regalase un dibujo. Se quedó mirando como dibujaba una nave redonda que disparaba líneas radiales amarillas y naranjas, como los rayos de un sol, sobre unas personas de palito en el serrucho verde del pasto. La profesora me pidió que le ponga mi nombre, me agradeció y se llevó el dibujo. En el siguiente recreo uno de los chicos me empujó al suelo y entre varios se fueron tirando mi cartuchera. La profesora les hizo juntar las cosas que se habían caído de la cartuchera y me dijo que podía dibujar en el aula si quería.

Dibujaba en mi pupitre, la profesora salía a ver a los demás y volvía a su escritorio a corregir ejercicios o leer un libro. Nos hacíamos compañía. Yo le contaba de mis extraterrestres de la tele y ella me contaba de los suyos, que nos habían enseñado a cuidar las plantas y los animales, a contar y a escribir, que un día iban a volver para enseñarnos a vivir en paz con los regalos que nos habían dejado hace miles de años. La profesora era una de esas personas que creen que los extraterrestres nos enseñaron agricultura e hicieron las pirámides en Egipto y Perú. Me dijo que había visto mi programa de tele y que entendía que me gustase pero ella quería que yo entendiese que los extraterrestres no podían ser violentos porque eran criaturas iluminadas. Le dije que me gustaba cuando se sacaban la piel de mentira y mostraban que eran lagartos y ella se rió y me dio un beso.

Me daba cuenta de que algo estaba mal pero no hice nada, excepto repetir en la cena algo que la profesora había dicho sobre nuestros benefactores del espacio. Tiempo después cuando la terapeuta quiso hablar del segundo grado le pregunté a mi padre qué fue lo que había dicho esa vez en la cena pero dijo no acordarse. Mis padres me preguntaron de dónde había sacado lo que estaba diciendo y al día siguiente me sentaron a esperar con la secretaria fuera de la dirección mientras se reunían con la directora y la profesora. Hubo gritos. Apareció un profesor suplente y al final de la semana el vicedirector vino al aula y nos contó que la profesora no podía trabajar más en la escuela.

Era una escuela privada, podían echar a cualquiera sin complicaciones burocráticas o sindicales. La vi pasar en el patio con una bolsa, caminando con la directora. En mi recuerdo están conversando.



Tuvimos tres suplentes que fueron rotando hasta las vacaciones de invierno y a la vuelta de las vacaciones de invierno una profesora nueva. No pude quedarme más en el aula durante los recreos y me vinieron a pelear varias veces.

No recuerdo si volví a pensar en la profesora hasta que la terapeuta sacó el tema pero recuerdo evitar a mis padres. La terapeuta me pedía que le hiciese dibujos y al final de la sesión me decía que los llevase, eran míos. Tenía la misma marca de marcadores que yo había tenido y unos lápices de colores que no usaba a menos que me preguntase si no quería usarlos.

Para guardar esos dibujos saqué una carpeta amarilla con elásticos negros del escritorio de mis padres y la puse en el último cajón de una cajonera que estaba en el lavadero. Era un cajón vacío que se trababa y salía del golpe, sacudiendo la carpeta. La terapeuta dejó de pedirme dibujos y la carpeta quedó ahí hasta que rebalsó el lavarropas. Mi padre sacó la cajonera a la calle y la cambió por una de plástico verde transparente que compró en el supermercado.

Al empezar el tercer grado había dejado de dibujar. Los dibujos animados en las vacaciones habían tenido robots que se transformaban en aviones y autos, o que se juntaban en robots más grandes. Me sentaba en el piso de parquet a ver la tele en calzoncillo y comía banana pisada que me hacían con un poco de crema y dulce de leche y ponía en el congelador. Me gustaba masticar los cristales de hielo.

Me sentía seguro de que los demás no iban a buscarme pelea. Cuando llovía y no podían jugar a la pelota o la mancha tal vez alguien me venía a provocar con desgano. La profesora nueva era mayor, tenía pelo corto de un negro uniforme y usaba brillito en los labios. Pasaba al lado nuestro con las manos en los bolsillos del guardapolvos, nos miraba de arriba y los provocadores se desanimaban.

Ese fue el año de los torneos. Algunos chicos empezaron a traer mazos de cartas y juntarse en un rincón del patio a jugar al truco. Pronto la profesora estaba armando torneos, colgando en el aula cartulinas con diagramas de pedigrí. A cambio de su arbitraje la profesora ordenó que las cartas quedasen afuera en las cajas de juegos, con las pelotas y las sogas. Las cajas eran de madera pesada, estaban en el suelo entre las puertas de las aulas, en la galería que bordeaba el patio.

Sueltas en las cajas había también unas figuras poliédricas de madera, cubos y prismas rectangulares y pirámides equiláteras, usadas a veces como fortificaciones para muñecos y rampas para autitos. Había bloques de superficie lisa, pintados de colores lustrosos, otros con la superficie rugosa de la madera. No despertaban el interés de mis compañeros pero yo tenía un juego.

Sonaba la campana del recreo, salíamos al patio. Iba a una de las cajas y agarraba las piezas que encontrase. Con esas figuras tenía que componer un sistema que estuviese en equilibrio. Tenía hasta que terminase el recreo.

Las piezas sin el recubrimiento de pintura eran mejores porque la rugosidad favorecía la estabilidad pero el tiempo no daba para buscar las mejores. El juego era poner en equilibrio lo que encontrase primero. Al volver al aula no podía mirar en qué cajones guardaban las profesoras los bloques. Saber de antemano dónde estaban qué bloques era hacer trampa.

Las chicas del grado se acercaron y una me preguntó qué hacía con los bloques y les expliqué mi juego. Al otro recreo le ofrecí a la chica que había hecho las preguntas si quería jugar. Por primera vez en el año alguien vino a pelearme. Me empujaron al suelo, se formó una ronda, las piezas de madera volaron de unas manos a otras. Se repetía una escena del año anterior pero esta vez me quedé quieto, mirando las caras que me rodeaban, preguntándome si la demora de intervención adulta era deliberada.

El chico que me había empujado me decía cosas, yo no contestaba. Alguien tiró uno de los bloques al suelo cerca de donde había quedado sentado pero me contuve de agarrarlo. Los demás vieron que no hacía nada y fueron tirándome sus bloques. El que me había empujado me desafiaba a que agarrase los bloques y me decía cagón. La ronda me miraba. Quería saber qué era lo que veían.

Había aparecido la profesora y dispersaba la ronda. Me puse de pie. La profesora se alejaba con los demás y la vi mirándome de reojo.

En la clase empecé a preguntarme si la profesora sabía del año anterior, si la habrían advertido sobre mí. Entendía lo que la profesora estaba explicando, leía lo que había escrito en el pizarrón, pero pensaba en su cara al llevarse a los demás. Estaba quieto, dejando que la idea tomase su propia forma.



Este texto fue escrito en el marco de un taller dictado por Pedro Mairal y organizado por la revista Orsai. Fue el primero de once ejercicios, con la consigna: "Escribir sobre un superheroe de la infancia".

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