24 may 2013

En la cuneta de Soler.


Otra vez pisé mierda. No tiene vereda limpia esta ciudad. Mi novia dice: vamos a patinar en la caca. Me señala montículos hundidos en la vereda, huellas curvas y estriadas, mostrando que me habla de una realidad. En la calle hay que aprender a esquivar. En el centro, en las avenidas, se esquiva gente. En las calles de barrio, se esquiva mierda.

La disyuntiva es meter el pie en un charco gris o llevar a casa una costra en la suela, que sale como barro al mojarla. Así como la vereda es rica en deposiciones, uno espera que caninas, con variedad de formas y tonos, también es pródiga en pozos y baches, piletas para el pisador de caca con bordes rugosos de baldosa, para raspar la suela humedecida.

Chapoteo la zapatilla sucia en un espejo finito. Siento el dibujo de la suela, profundo y arabesco, lamiendo el borde de la baldosa. Doy unos pasos arrastrando el pie enmierdado, atento a otros regalos en la oscuridad. Intuyo uno, esponjoso como una magdalena. La espesa arboleda porteña, que hace al extranjero apreciar una calidad europea en esta ciudad latina, de noche es una pantalla que tapa la luz de los faroles. Lo que falta de arriba viene de costado, de los vestíbulos de vidrio, iluminados como linternas, y las luces de seguridad, que se prenden sobre las puertas de las casas. Paso una calle sin edificios, falla un automático y me llevo la marrón a casa.

En la esquina doblo la pierna, la atajo en el aire. Sola vuelve la zapatilla al suelo. Antes podía tenerme en una pierna, hacer contorsiones. Me acerco a un canasto de basura, algo que se ve cada vez menos. Como la caca se integró al paisaje, las bolsas de basura están bajando al suelo, se apilan en la vereda. Me agarro del canasto y levanto la pata. La caca debía estar blanda. Rebalsó la pisada, trepó por los costados.

Voy a la cuneta donde hay un charco oleoso. Sumerjo la zapatilla y la agito en el líquido espeso. El momento en que pierdo el equilibrio y por poco no hundo el pie en el agua, me corre un escalofrío. Me faltan la frustración y el cansancio. De forma espontánea, sin razón empírica, me siento reconfortado.

Vuelvo a agitar el agua atento a los dibujos tornasolados en la superficie, al comportamiento del líquido, los estímulos a mi pie. Diez veces tengo que hacerlo, tengo que asomarme a la cuneta. Tengo que ignorar la pereza cotidiana, indiferente a la intuición. No es una conciencia abrupta de mi absurdo, de mi atropello, lo que me hizo sonreír doblado sobre un charco sucio, solo de noche en una esquina, sacudiendo la pierna como si bailase un twist. Algo real y autónomo se manifestó y me libró de esta contingencia, literalmente de mierda.

De golpe, la imagen aparece. Mi otro par de zapatillas, las neumáticas y acolchadas, las buenas, en la mesada del lavadero. Dos días atrás, en la tormenta, se inundó la calle de casa. El agua tapaba las ruedas de los autos, subió hasta el escalón de la puerta del edificio. Incluso dando rodeos para evitar los lagos, de la parada del bondi a casa llegué empapado, impregnado en agua helada. Así las zapatillas buenas quedaron en el lavadero, y pisé la mierda con las topper, que no son más que una lona pegada a una suela de goma pero una suela con reborde alto, que recibió la caca blanda. Las zapatillas buenas tienen texturas microscópicas que habrían sido nichos para la caca, respiraderos de malla que habrían tragado el agua que agito.

Pienso lo que insulté en el diluvio, lo que volví a putear a la mañana siguiente, como una formalidad, cuando palpé las zapatillas todavía mojadas. La tormenta me había llevado a la ducha caliente con mi novia, a la sopa casera en la cama. No saqué del ropero las topper con molestia. Y esta mañana, al segundo día, las buenas ya debían estar secas. No me acordé de fijarme. Si el charco en la cuneta reflejase mezquindad, si reflejase descuido, me sentiría pequeño, me sentiría estúpido.

La pierna se entumece de cansancio y el fundamento de mi ánimo no se revela. Cada vez que agito el agua, me dice menos. Lo que busco no está en la cuneta.

Froto los bordes de la zapatilla en el caño del canasto, la suela en la rugosidad del cordón, mi pie parece un gatito enroscándose en la calle. Con el apoyo de la canasta vuelvo a revisar la suela, que está blanca con líneas marrones. Estoy en el camino de la parada a casa, pero no sé dónde. Busco los carteles. Estoy en la esquina de Soler y Oro. A tres cuadras está casa.

En el hall del edificio siento un fondo en el olor del desinfectante, un rastro inconfundible de mierda. Pienso en sacarme la zapatilla y llevarla en alto. Voy al ascensor casi rengueando, pisando solo con la punta de ese pie. Me arrodillo en la puerta a soltar el doble nudo del cordón y la luz del pasillo se corta. Me estiro a la lucecita roja del botón, caigo contra la pared cuando se prende la luz, termino de desatar la zapatilla y con el pie suelto dentro pongo la llave, abro la puerta. Con el pie levanto la zapatilla y la agarro de la lengüeta. No hay una superficie en la entrada donde quiera apoyarla. Del comedor llega el saludo de Coni. Paso a la cocina, camino al lavadero, preguntándole si puede cerrar la puerta, diciéndole que pisé mierda.

El piso del lavadero, a la intemperie, me hiela el pie descalzo. En un rincón de la mesada, inclinadas contra la pared, están las zapatillas buenas, parecería que secas. Antes de tocarlas quiero dejar la topper enmierdada, lavarme las manos. Pongo la zapatilla en el fondo de la pileta pero no se queda boca abajo, se cae de costado, tocando la porcelana. Coni asoma por la puerta y dice, que asco.

Le pido que me pase algo para limpiarla. Me pregunta si no tengo frío, si no estoy incómodo. Sintiendo el cansancio le contesto, qué querés que haga. Me dice que la limpie en el baño. Yéndose se explaya, así estás adentro y podés estar sentado.

Pongo papel higiénico en el bidet y me libero de la zapatilla. Con agua tibia me lavo las manos. Voy al cuarto y me saco campera, pantalones, buzo y remera chivada. Quedo un momento vacío, sentado en la cama. El pie derecho está en la media, el izquierdo calzado en la topper. Tengo que bajar a desatar esos cordones. Pongo la zapatilla contra la pared, entre los otros pares. Con unos pantaloncitos y una remera de pijama, voy a encarar la tarea sanitaria.

La zapatilla está inerte sobre los papeles higiénicos, surcada de mierda. Bajo la tapa el inodoro y me siento a reflexionar. Coni dice, tomá, con el cepillo en la mano. Bajo la zapatilla al suelo y abro el agua del bidet. Un chorro salta al techo. Bajo una lluvia parabólica giro llaves hasta que el chorro se contrae, el bidet empieza a llenarse. Humedezco el cepillo y cierro la canilla.

Me calzo la zapatilla en la izquierda como un guante y froto con la derecha. El cepillo se oscurece, las cerdas se abren, los arabescos de mierda apenas menguan. Tiro el cepillo en la pileta, abro la canilla del bidet y dejo que el agua corra. Primero con papeles, luego con algodón, ataco la suela. Froto, palpo. Los papeles se deshacen en virutas grises, el algodón se engancha y se desprende en hilachas mojadas. Quisiera no frotarle agua con las manos.

Cierro el agua del bidet. Me he resignado a traer los escarbadientes.

Con una toalla seco los bordes del bidet y me siento de cara al inodoro. Encimado como un relojero sobre el trabajo, clavo el primer escarbadiente y emprendo la minuciosa tarea. De arriba me advierte la voz de Coni: no tirés eso en el inodoro, lo vas a tapar. Tengo en alto un escarbadiente con un grano de mierda. Del surco excavado sale un olor fresco, un olor fresco a caca. Coni se va diciendo que espere, que me trae una bolsa.

Para no quedarme sin escarbadientes pruebo sacudirlos en el agua del inodoro y volver a usarlos, pero la madera se ablanda y se parte al clavarla. Usar las dos puntas es girar el escarbadiente, tocar la parte sucia. Agarro un escarbadiente, levanto un grano de caca de la suela, lo tiro en la bolsa. Agarro otro escarbadiente, trazo otra curva del mismo surco, reúno la caca con la caca en la bolsa.

La tarea se hace mecánica y en ese olor penetrante me parece extraordinario que un rato antes, metiendo la zapatilla en el charco, me haya reconfortado una insignificancia exquisita. Pero aunque sea parte de los accidentes y la mala fortuna una voluntad opaca que es mía y a la que no puedo apelar, persisten la tormenta de dos días atrás, las zapatillas buenas en el lavadero, condiciones que de forma imprevista sacan del ropero las topper, ponen un borde de goma entre la caca y mi pie.

Me detengo a mirar la suela. No me doy cuenta si le queda caca. Bajo la tapa del inodoro, apoyo la zapatilla y me agacho a anudar la bolsa. No debería parecerme obsesivo lavarme otra vez las manos. Tiro la bolsa en el tacho de la cocina y con pantuflas salgo al lavadero, donde pongo la zapatilla bajo la canilla y le paso jabón con la mano. Por tercera vez me lavo las manos, y la topper mojada cambia de lugar con las zapatillas buenas.



Este texto fue escrito en el marco de un taller dictado por Pedro Mairal y organizado por la revista Orsai. Fue el sexto de once ejercicios, con la consigna de escribir sobre algo que nos resultase desagradable.

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