3 may 2013

Sidra casera con bourbon, sandia con tinto.


Hay algo podrido en esta casa, o en mi boca. Como un sueño que olvido, tengo la impresión de haber estado en un auto, en una autopista con faroles altos, con puentes de malla de alambre en la oscuridad. Algo gomoso y pegado, como mayonesa vieja, dificulta enfocar la mirada. En los fogonazos donde intento mirar, en las articulaciones cuando me pongo de pie, sola se piensa la necesidad de agua.

Primero es liberar el carozo, de ciruela o damasco, que siento abajo. Tanteo los grumos de la pared, avanzando en una niebla clara. Una punta rígida me hunde el muslo y pongo el cuerpo en una cara suave y horizontal, sobre una fina vellosidad de polvo. Un velcro se abre en ciclos de un segundo. La cortina musical, la música sin fisuras de la ciudad, transmite por un canal tenue el sacudir de granos, el organito agudo de la cumbia. En figuras refractadas veo amarillos, castaños y grises sobre el blanco. Paso la mano por el polvo, mezclándolo con restos de agua. Compacto la imagen hasta reconocer los reflejos y transparencias elípticas de un vaso. Mojo los dedos en el líquido tibio, me trazo las pestañas, hundo los párpados. Con los dedos pruebo el líquido que es dulce y espeso, una gaseosa de limón que perdió el gas. Hay una ventana con la celosía abierta a un patio de macetas. No estoy en la casa de anoche.

Leo el braile en el marco de la puerta, tomo nota de la voz incorpórea de una tele en otro cuarto. Luz y temperatura bajan al salir al pasillo. Mi piel se eriza bajo la ropa acartonada. A mi izquierda un baño, al fondo la esquina de un pasillo, a mi derecha la voz de la tele, pasando un arco. La podredumbre no se disipa, la cabeza hace ecos de los ecos. En la puerta al baño algo me frena el pie. Me agarro de la manija, subo el desnivel, me cuadro frente al ovalado y libero el carozo. Va pasando en cordones de gelatina que golpean el agua en ráfagas, con ruido de buches. Abstraído por la tele, veo que la puerta quedó abierta y me estiro a empujarla. Cuando la gelatina parece acabarse busco a mi doble. Debajo suyo debería haber una pileta.

Me inclino hacia la porcelana, toco el metal de la canilla entre las cejas, con el arco de la nariz. Esa pátina en los dientes, que raspa con la lengua también mi doble, trae de vuelta la cucharada del campamento del colegio, que dieron como despedida los profesores. Nos reunieron en un semicírculo para distinguir a la mejor carpa, al mejor explorador, al mejor galán, con una cuchara sopera de cacao en polvo, para tragarla frente a los compañeros, sin otro medio que la propia saliva. Me llamaron por “limpieza más profunda”. Una tarde me había tocado lavar después del almuerzo y había bajado a la olla con manguera y detergente, en malla y ojotas, y frotado con virulana hasta borrar la costra grasosa, el palimpsesto de locros, polentas y pucheros.

Un trago de agua ferrosa pasa entre lijas por la garganta. Con la cara enjuagada voy hacia la voz de la tele. Paso el arco pidiendo permiso. Lo que sea la podredumbre tiene olor a basura mojada, está en la casa, es gris y abultado, está de pie en medio del cuarto, mirando la tele. Hay también un chico en el suelo al pie de la pantalla, pálido a las luces del aparato, y un hombre en un asiento, de quien veo piernas y un brazo detrás del burro.

El animal es como un tambor ancho, suspendido de patas cortas y nudosas.

Doy un paso hacia el burro, veo que la silla detrás del animal es de cañas cruzadas, que el hombre tiene piel curtida, cabeza rapada, ojos y labios que sobresalen, como gofrados. Para no apoyarme en el burro pongo las manos en los bolsillos, donde faltan billetera, celular y llaves. Me falta también un punto fijo de normalidad, algo que de orden. Acudiendo al televisor, volteo la mirada y un tic de la oreja del burro me saluda. El hocico tiene pelambre clara, las fosas de la nariz son como almendras negras. Los ojos, como muescas en una figura de barro, señalan la pantalla. Un panel de figuras neumáticas debate ahí la llamada situación entre dos vedettes.

Le pido al hombre: disculpe, dónde puedo pasar a servirme un poco de agua.

El hombre, sin apartarse de la tele, llama a una Elena. Entre argumentos superpuestos alguien en la tele levanta la voz, condena el epíteto “cementerio de ravioles”. Una mujer compacta y fibrosa aparece en el arco y el hombre le dice que necesito agua. Yendo hacia una puerta, mostrándome el espesor de su cara, la mujer dice que agua necesito ella, para limpiar la mierda que hice más temprano.

Entiendo por un ruido de sopapas separándose, por la vibración de un motor, que el agua que me sirven es de heladera, que esa puerta lleva a la cocina. La mujer, con oscilaciones de pato esférico, me acerca un vaso de plástico. El trago pasa en un bloque frío. Con la garganta lubricada agradezco el agua y le devuelvo el vaso.

Disculpen, digo, si nos presentaron anoche no recuerdo sus nombres.

El hombre se pone de pie. Una descarga pasa por la cola del burro. El hombre me dice que estoy en un hotel de familia, y la noche son doscientos cincuenta pesos.

No tengo objeción en pagar, le aseguro, el problema es que me falta la billetera. Le pregunto si tienen un teléfono que puedan prestarme. El hombre, plantado detrás del burro, a tiro de esas piernas nudosas, indiferente al peligro de sobresaltar al animal, de un ladrido llama a un Juancho. Elena se acerca al chico postrado en la tele, le pone la mano en la cabeza, le dice que su padre le habla. Con la soltura de un chico o un yogui Juancho apoya la mano en una rodilla, la otra rodilla en el suelo, alza el cuerpo como un resorte. La cabeza del burro se ladea hacia el chico que se acerca. El hombre le dice que se vaya al lado, a buscarlo a Carlos.

Por la puerta que abre Juancho veo baldosas de vereda que no conozco, casas bajas de frentes llanos, una calle limpia sin árboles. El hombre se ha hundido en el asiento de cañas, dice sin énfasis que ahora lo traen a Carlos, a ver si se arregla esto. El trago de agua atenuó ardores en los ojos y garganta, dejando emerger una forma pesada y curva que se interpone al pensamiento. Preguntó quién es Carlos. Linda noche tuviste voz, me dice Elena antes de irse por el arco. Otra vez dedicado a la tele, el hombre aclara que a Carlos le deben el gusto de haberme tenido en la casa.

Intento distinguir en la pantalla, entre signos blancos al pie de la imagen, los signos que marcan la hora. Tal vez sean las diez y siete, o diez y cuarenta y siete. Difícil que sean, por la luz que vi en la calle, las dieciocho horas, las seis de la tarde. No es de extrañar que las persianas estén bajas, con un animal en medio del cuarto. Pido permiso y busco el baño, que encuentro ocupado. Vuelvo al salón con el burro, paso a la cocina.

La mesada acumula envases de cartón y poliestireno, botellas de vidrio y plástico, platos con huellas de cubiertos y dedos, que ocupan también la pileta. Por la ventana sin vidrio de una puerta enrejada veo una pileta de losa en un patio estrecho. Salgo a un sol sin tinte, casi vertical. Abro la canilla y con un pan de jabón blando me lavo cara y manos, la nuca. Pongo la cabeza bajo el chorro frío y me paso una mano por el pelo. En la casa se abre una puerta, una voz que debería reconocer pregunta si alguien ya está despierto.

Sin papel, repasador o toalla a mano, vuelvo al salón mojado hasta los hombros. El cuerpo largo de Carlos, los miembros flacos que cuelgan, el pelo negro enrulado, son partes del recuerdo confuso de anoche. Su remera roja dice en letras claras de vinilo: “Sandía con Tinto is ruining the world.” Espero no haber tomado también eso anoche. Más allá de la cerveza y los shots, de la taza de sidra casera con bourbon, no recuerdo qué seguí tomando.

Carlos le está diciendo al hombre que ya le pagó la noche, me ve en la puerta de la cocina, me hace un gesto con la cabeza. El burro sigue mirando la tele. El hombre le contesta que “no pero”, vomité todo el pasillo, tuvieron que andar limpiando, seis de la mañana lo fueron a despertar las nenas, que habían ensuciado todo el pasillo, y me fueron a sacudir, a gritar, ni la cabeza despegaba yo de la cama, todo babeado y sudado las cama encima, va a haber que lavar eso. El hombre pasa sobre las palabras con indignación y apuro, como una letanía de música aguda y circular. Carlos busca algo en el bolsillo, asiente de forma refleja, mirándome sin interés.

El agua que no me sequé me da temblores fríos, que terminan en contracciones del estómago. Carlos saca mi billetera del bolsillo, con la otra mano le indica al hombre que ahí viene el pago, se me acerca. Me entrega la billetera explicando que se llevó mis cosas anoche, para que no se perdiesen ahí, en esa casa. Están el documento, las tarjetas, el pase de subte, el carnet de la obra social, incluso la plata. Guardo la billetera y le digo al hombre que paso un momento al baño y arreglamos cuentas.

Con palmaditas, sin frotarme la toalla, me seco lo que puedo. En el pasillo no veo rastros de vómito, que tampoco estoy en posición de cuestionar. No quiero llevarme el susto de escuchar argumentos a favor del pago de boca del burro, que a esta altura ya no debería sorprenderme.

Del pasillo vuelvo al cuarto donde desperté. Es una habitación pequeña, con una tabla sobre caballetes al pie de la ventana, sin puertas en el armario empotrado, con una cama marinera con sábanas en el colchón de abajo, sin sábanas en el de arriba, con otros colchones, doblados y apilados, entre la cama y la pared. Sobre la tabla hay fotos en un portaretrato de plástico dorado, tapas de celulares, destornilladores de precisión, libros gastados y una biblia de bolsillo, cajas de clavos y tornillos. Debajo hay una caja de herramientas, abultada y plástica. Sobre el respaldo de la silla está mi campera.

En el bolsillo del pecho está el paquete de carilinas y el papelito, en sucesivos pliegues, con la dirección de anoche, los colectivos que me llevaban. Veo mi letra en el papel, como un hallazgo remoto. Por la ventana veo a una nena que saca tierra de una maceta con una pala de metal roja, filosa. En la otra mano tiene un muñeco que parece un robot transformable. Tal vez por no pensar en la nena cortándose con la pala, me pregunto si el juguete se transformará en auto o avión.

De un costado de la tabla,asomando por la ventana, le digo hola.

La nena me mira, tira la pala de tierra al montoncito en el suelo, me responde el saludo. Me llamo David, le digo, ¿y vos?

La nena me pregunta si estoy enfermo.

Le digo que ayer me sentía mal, pero ahora estoy mejor.

Encontramos tu vómito ayer, me dice. Tenía olor a lavandina.

Le pido perdón por el enchastre, le pregunto ella y quién encontraron el vómito.

Dice: mi hermana. Le pregunto si quiere decirme como se llama su hermana, ya que no me dice como se llama ella. Me dice que ella se llama Gisela y su hermana se llama Emilia. Le pregunto cual de las dos es más grande y me dice, riéndose, que Emilia, que tiene trece años, ella tiene solo seis. Le pregunto entonces a qué está jugando con la pala.

El robot cayó en combate, me dice, y le estoy dando el funeral. Le pregunto si está cavando para enterrarlo y con la misma risa y me pregunta: qué otra cosa va a ser.

Poniéndome la campera me despido. La nena me dice: chau dragón. Le pregunto por qué dragón. Levantándose del suelo, con tierra en las rodillas, con la pala en una mano y el robot en la otra, se inclina como si diese una ovación. Abre la boca, sale la lengua y hace la garganta: bleeug, bleeug, bleeug.



Este texto fue escrito en el marco de un taller dictado por Pedro Mairal y organizado por la revista Orsai. Fue el tercero de once ejercicios, con la consigna de escribir sobre la base de unas fotos dadas por Pedro.

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