5 jul 2013

Domingo en Venecia.

Golpeó la puerta, tres golpes huecos a la madera, y la puerta contestó, la puta madre carajo, quién mierda es. Cuando uno de tantos en la calle le dedicaba esas imágenes Rivas no se inmutaba. Sacaba la frente por la ventanilla y sin énfasis le preguntaba, querés que nos bajemos. Había mucha motito así, unos cobardes que te dejaban el regalito verbal y se iban pitando. Rivas decía, para qué enojarse, son animalitos. Después le quemaba la oreja al pasajero por unas cuadras.

Contestarle a una puerta cerrada es otra cosa. Rivas miró sobre el hombro a su propia puerta entornada a mitad del pasillo, con Vera espiando y su pierna blanda espiando por la bata que le colgaba. Se inclinó hacia la puerta temperamental y dijo que era el vecino, quería saber si también les estaba lloviendo.

Le asombró a Rivas que la voz tuviese igual nitidez sin la puerta de por medio. El lenguaje tampoco cambiaba de registro. Rivas tuvo, sin entenderlo, la experiencia de viajar en su taxi, a merced de una voz implacable.

Cuando cerró su propia puerta, en la media luz del living, su mujer le preguntó para qué había ido a hablarle al vecino, qué esperaba, que lo invitase a cebar unos mates.

Callate, mandó Rivas, qué entendés vos de esto.

Luego de la sorpresa de la mañana, la pequeña Venecia en la cocina que no había dejado ni el minuto para traer las medialunas, para servirse el café, volvían a terreno conocido. Lunes a sábado salía Rivas con el taxi al tráfico, el nerviosismo, la pelotudez. Lo que Vera no pudo decirle en la semana, lo descargaba el domingo. Rivas apelaba al sentido común del pasajero. Es para hacerle la contra a Dios, le decía, que ella no descansa el último día.

Lo cierto es que guerreaban un rato, ella lo insultaba de arriba a abajo, él le correspondía la atención, y ella lo echaba de su propia casa a empujones. A veces hasta el martes o miércoles no volvía. En cualquier caso, no era cierto que Vera lo dejase en paz en el auto. Celulares de mierda, le decía al pasajero. Treinta años tenía de taxista, y porqué. Porque le gustaba el auto, la libertad. Con los mensajitos la mujer se mantenía en contacto, le iba adelantando el programa del domingo.

Qué otra cosa iba a hacer ella, encerrada en el departamento oscuro, metida en un libro. Vuelvo a la casa y la encuentro con la misma bata, en el sillón, con una luz en el libro, le decía Rivas al pasajero, qué puedo hacer. Tendría que mandarle los libros a la mierda. Quemárselos, como los alemanes, a ver si la saco del pozo. Creía Rivas que hacía años que no levantaba la persiana. La persiana deprimida, la llamaba.

Estoy teniendo un ataque de nervios, le decía su mujer, serví para algo, inútil de porquería, anda a buscarlo al administrador, si vos sabés dónde vive, cobarde. Rivas miraba llover el techo de la cocina. Miraba los baldes y las palanganas y las botellas de plástico cortadas que cubrían el piso, así debe ver el GPS la ciudad, pensó. Se rió solo pensando en ir al bazar de la otra cuadra y traer la pelopincho que veía en la vidriera.

Qué te me reís, cagón, le espetó la mujer, te parece divertido vivir en esta misera.

Rivas le miró la cara, que no era la misma de los diecinueve, cuando se habían casado. Esa cara que estaba viendo era la única que le recordaba.

Tenés suerte que estemos con esta Venecia, le advirtió, otro día si seguías así me tomaba el palo y no me ves más. Estás advertida, le alzó la voz sobre los insultos que ella ya le dedicaba.

Rivas entró al agua, a vaciar en la pileta las botellas que habían puesto entre los baldes. Había tenido que lavar los platos en esa lluvia, para liberar el drenaje. Pasame las botellas, le dijo a Vera. Sin darse por aludida, ella preguntó si el vecino estaba igual. Rivas la miró, encuadrada en esta puerta. Con el libro pesándole el bolsillo de la bata, la prenda torcida le daba apariencia de jorobada.

Si, le dijo, les entra agua por el dormitorio y el baño.

Ella dijo que de todas maneras, no justificaba que los insultasen así.

Rivas sintió sin esperarlo un desánimo. Hace cuantos años eran vecinos, esa gente del fondo y ellos. Y no estaban enterados que la mujer tenía cáncer, que esa mañana tenía la primer sesión de rayos.

Edificio de mierda, dijo Vera. Rivas siguió vaciando el agua en la pileta.

Desde el living la oyó gritar, estoy hasta acá de vivir en esta angustia. Hasta acá, le gritó en la puerta, serruchándose el cuello con las uñas, hasta acá, no doy más.

La encontró hundida en el sillón, tapándose la cara. En la oscuridad vio los reflejos del cuarto en los vidrios del balcón, las líneas de la persiana. Fue al mecanismo y tiró de la cinta. Arriba deprimida, le dijo. Con ruidos de huesos entumecidos, la cortina fue subiendo, enrollándose en su caja. El cuarto pareció atenuarse en la luz gris del día, como algo translúcido.

No estoy deprimida, dijo Vera, estoy harta.

Con paciencia enumeró sus hartazgos. Rivas miraba la mano de su mujer, venosa y blanda sobre el libro en la mesita. Le miró el pecho abierto de la bata. Vera le habría preguntado algo, porque notó que lo estaba mirando.

Lo dije por la persiana, dijo Rivas. Le explicó a su mujer que le decía deprimida a la persiana, por no acordarse cuando era la última vez que la habían abierto. Sabía que era mejor contenerlo pero se reía.

¿Vos sabés cuando salimos al balcón por última vez?, le preguntó.

Sos lamentable, dijo Vera desde el sillón. Me das pena.

En una línea recta Rivas marchó a la mesita, sacó el libro bajo la mano muerta, abrió la puerta del balcón y lo hizo volar. El libro desapareció en una caída espiralada, agitando las hojas.

Vera quedó agarrada del sillón, doblada a medio pararse. A ver si te vestís para salir a buscarlo, le dijo Rivas, así te veo alguna vez sin esa bata de mierda. Se apoyó al lado del mecanismo de la deprimida, cruzó los brazos y se dispuso a regustar ese momento.

Mientras ella se vestía en el cuarto, Rivas iba viendo con mayor claridad cómo iban a ser las cosas ese domingo. La vio salir agitada al pasillo, hablando sola. Iba a leer cada mensajito de ella con un placer recobrado.

Esperó a sentir que el ascensor bajaba para agarrar las cosas. Asomó a la cocina y le transmitió una disculpa muda por dejarla en ese estado. Cerró la puerta del departamento con llave y tomó las escaleras. No me echaste esta vez, pensaba al ir bajando. A ver qué le pasaba a ella, si quedaba sola porque la dejaban.

Desde el rellano de la planta baja espió los espejos de la entrada. El portero miraba la calle de pie, como si montase guardia. La voz de su mujer dijo, acá lo tengo. Rivas subió un par de escalones. Sintió el rodamiento de la puerta del ascensor, su mujer dijo, ahora me va a escuchar ese, vas a ver, cerró la puerta y subió el ascensor. Rivas bajó el último tramo de escalera y pasó frente al portero pisando suave, con el índice del silencio cruzándole la sonrisa. El portero se apretó los labios para reirse.

En voz bajita Rivas le preguntó, alguna novedad con el tema este de los caños. Sin perder la gracia el portero movió la cabeza negativa. Chau, le dijo Rivas, nos estamos viendo, y salió al día fresco y soleado.



Este texto fue escrito en el marco de un taller dictado por Pedro Mairal y organizado por la revista Orsai. Fue el último de once ejercicios, con la consigna: "El domingo siguiente, hizo todo lo contrario".

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